El Desarrollo Histórico del Campo Colombiano
Un rápido balance de la situación agraria en
Colombia, cuando nos aproximamos al tercer milenio, indica que se ha
profundizado el desarrollo capitalista en amplias regiones del país, que muchas
unidades campesinas son más viviendas de trabajadores que verdaderas bases
productivas y que la tierra ha adquirido una gran movilidad, particularmente
durante la década de los ochenta, cuando enormes capitales forjados en el
narcotráfico presionaron los valores rurales hacia arriba. Al mismo tiempo, sin
embargo, la economía campesina ha retenido su importancia y aún se reproduce
en las áreas de frontera, en algunas ocasiones valorizada por los cultivos de
marihuana y coca.
En un período relativamente corto de tiempo, el que
va de 1938 a 1985, la población rural pasó al 70.1 al 28% del total. Durante
ese mismo período, pero con una base anterior que puede situarse en 1928,
cientos de miles de pequeños arrendatarios de las haciendas (llamados
localmente concertados, agregados, terrajeros, parámetros, medieros, etcétera),
se liberaron de las prestaciones obligatorias que le debían a los
terratenientes mediante su lucha o fueron expulsados de sus fundos. Una minoría
de campesinos arrendatarios logró la propiedad de sus parcelas, pero la mayoría
fueron lanzados a engrosar el ejército de empleados y desempleados urbanos y
rurales o adoptaron por irse a abrir selva como colonos.
La misma frontera agrícola, sin embargo, les es
disputada por comerciantes devenidos en latifundistas, lo cual, sumado a la
ausencia de los servicios del Estado, contribuye a que la población
colonizadora constituya la base social más importante del movimiento
guerrillero colombiano. Tales regiones se convirtieron en los ochenta en
escenario propicio de acción de agrupaciones paramilitares, frecuentemente
financiadas por narcotraficantes y apoyadas por latifundistas locales. Es
allí, desde el Magdalena medio, el Caquetá y el Putumayo hasta los llanos y las
regiones del Urabá, donde se concentran los conflictos más violentos que
arrastra a sus poblaciones a condiciones fáciles de muerte e infernales de
existencia.
En el proceso histórico que describimos, las
haciendas se transformaron lentamente, unas arruinándose en el proceso, otras
arrendando sus tierras a una agresiva burguesía agraria que surgió en el
proceso y las más lograron transformarse en capitalistas. Entre tanto, la
economía campesina vivió un proceso muy desigual de diferenciación de clases en
su interior: sólo las regiones cafeteras, y algunas pocas zonas del altiplano
sabanero (que geográficamente rodea a Bogotá y se extiende, con interrupciones,
hasta más allá de Tunja) y otras contadas regiones del país ocupadas
parcialmente generaron amplias capas de campesinos ricos, medios y pobres; la
mayor parte de la economía campesina, que ocupa pobres tierras de vertiente,
experimentó una muy limitada diferenciación, cayendo más bien en la
pauperización dentro de un proceso de creciente atomización de la propiedad y
sufriendo una expulsión demográfica apreciable, especialmente de sus efectivos
más jóvenes y capaces.
Centrando la atención sobre el papel jugado, tanto
por la economía campesina, como por la terrateniente en las distintas etapas
de desarrollo del país, se puede apreciar que la primera fue el eje de la
producción cafetera de exportación, llave del desarrollo capitalista del país
y de la multiplicación de sus fuerzas productivas, a la vez que base y
abastecedora fundamental del mercado interior hasta los años 50, mientras la
economía terrateniente, sobre la cual se basó la agricultura comercial, se
tomó en epicentro del desarrollo agrario de la segunda postguerra en adelante.
Antes de eso, la gran propiedad territorial
permaneció inmóvil por mucho tiempo e impedía la acumulación nacional al
sujetar hombres y tierras ad absurdum. Sólo cuando se rompieron las principales
barreras sociales y políticas que impedían su movilidad, la gran hacienda
empezó a tornarse en objeto de arriendo o sus herederos se transformaron en
empresarios. Regiones antes dedicadas a la ganadería extensiva, caracterizadas
por ser muy fértiles, fueron invadidas por los cultivos comerciales de la caña
de azúcar, el algodón, arroz y sorgo o también se intensificaron en la
explotación del ganado de leche.
La alternativa entre el desarrollo basado en la
economía campesina o la transformación lenta de la hacienda, se abrió con las
luchas campesinas de fines de los años 20 y se cerró con la derrota del
movimiento democrático en el país, durante los años 50. Las consecuencias
sociales del desarrollo capitalista por la vía terrateniente fueron graves: el
régimen político nacional y local continuó apoyado en las viejas clases
dominantes y también en los métodos arbitrarios de someter la población
campesina, mientras que en las ciudades se imponía un control entre clientelista
y autoritario sobre la vida civil en general. La barbarie que caracteriza las
viejas formas de sujeción campesina se reproducen a otro nivel, para apuntalar
un sistema de dominación un tanto más moderno. A nivel social y económico se
producía una inmensa superpoblación, causada por lo menos en parte por el
monopolio territorial dada la ecuación tierras sin hombres y hombres sin
tierras, lo cual contribuyó a que el capital pudiera pagar salarios muy bajos a
todo lo largo y ancho del territorio nacional.
En relación con la propia economía campesina, la
vía terrateniente significó una creciente competencia al comenzar a invadir
cultivos que le eran propios, frecuentemente con precios menores por las
abismales diferencias en la productividad, de tal manera que los campesinos
perdieran relativamente mercados para sus productos y la economía parcelaria
tendió a contraerse con el pasaje del tiempo.
Es lógico asumir que el proceso de acumulación bajo
tal tipo de condiciones restrictivas, debió ser lento y penoso por varias
razones: en primer término, por las barreras que impone el monopolio de la
propiedad territorial al capital del campo, después por el raquitismo del
mercado interior que surge de una economía campesina confinada dentro de muy
estrechos límites, a lo cual se agregan las condiciones de salarios bajos que
comprimen el consumo y, finalmente, porque la agricultura en esas condiciones
no podía generar excedentes capitalizables por la industrial ya fuera en la
forma de materias primas y bienes salariales baratos o bien por un creciente
nivel de exportaciones que garantizara la importación de maquinarias y otros
bienes.
La acumulación de la industria colombiana fue, en
efecto, relativamente lenta hasta 1934, a lo cual contribuyó la traba a la
libertad de hombres y tierras que caracterizó el campo hasta bien entrado el
siglo XX. De esta manera, una parte sustancial de la población del país durante
los años 20 y 30 no tenía libertad para asalariarse, por estar pagando
"obligaciones" a los hacendados o por estar permanentemente
endeudados con ellos. La hacienda conformaba todo un complejo edificio social
que dificultaba la formación de un proletariado y de un mercado de tierras,
puesto que la posesión de éstas era un medio para extraer rentas a la
población.
El mercado que emergía de este tipo de relaciones
sociales era peculiar: parte sustancial del consumo de los arrendatarios era auto
producido, parte provenía de "raciones" producidas por la misma
hacienda, los medios de producción elementales eran abastecidas en su mayor
parte por el artesano de la aldea o eran también auto producidos. Pero era
sobre todo la renta del suelo la que circulaba como mercancía y se monetizaba,
ya fuera en servicios sobre las tierras del hacendado, generalmente sembradas
de cultivos que algún comercio tenían o en especie de parcela del arrendatario.
En el caso de la economía campesina, las relaciones mercantiles eran más
intensas, pero aún así se reducían a adquirir sal, cebo, telas y alimentos no
producidos localmente, a cambio de los excedentes de su propia producción.
El avance de la industrialización conforma una
situación de tensión ya que el crecimiento de la demanda de materias primas y
alimentos para una creciente población urbana recae sobre organizaciones
sociales que no responden de inmediato a ellas, aunque es aparente que la
economía campesina lo hacía más rápido y en mayores volúmenes que la obtusa
organización interna de la hacienda. En todo caso y por un período de tiempo
considerable, ambos tipos de organización productiva fueron desbordadas por el
ritmo que imponía la acumulación fabril; en consecuencia, la industria tuvo que
abastecerse del extranjero de insumos agrícolas y muchas de las subsistencias
de la población también llegaron de fuera. Esto le valió el mote de
"exóticas" a las industrias entonces existentes, acusación que
provino, sobre todo, de sectores terratenientes.
El complejo edificio social basado en la hacienda
se resquebraja por el movimiento campesino de los años 20, que lucha contra las
relaciones serviles y por el pago de salarios, lo mismo que cuestiona el
derecho de propiedad sin delimitar de los terratenientes sobre los supuestos
baldíos de la Nación. Esas fisuras se amplían durante la etapa de las reformas,
por arriba que desarrollan los liberales y se profundizan aún más con "la
violencia", guerra civil entre 1947 y 1957, que desata la reacción contra
el movimiento democrático. El movimiento campesino de los años 20 y 30 y las
necesidades legales del régimen burgués para poder desarrollarse presionan por
una reforma de la tenencia sobre baldíos en 1936, que es aceptada por los
terratenientes sólo después de que se pacta la paz entre los dos partidos al
fin de la guerra civil de los cincuenta, guerra que derrota al movimiento
campesino. Esto ya significa que las barreras mayores a la movilidad de hombres
y tierras han sido superadas en gran medida y que el capital puede entrar a
organizar más y más regiones de gran propiedad que a su vez compiten contra la
frágil economía campesina, acelerando un proceso combinado de proletarización
y lumpenización de la población concentrada en ella.
A partir de este momento, la acumulación en el
campo se acelera. El mercado no es obstáculo mayor a la inversión, en cuanto
ella misma lo expande, mientras que la diferenciación de la economía campesina
incrementa el número de consumidores que depende cada vez más del mercado y la
creciente población urbana crea una demanda efectiva que es muchas veces
superior a la que produce el estadio anterior de producción parcelaria
combinada con el régimen de haciendas, no importa que una parte importante de
la población urbana se encuentre desempleada y produzca en cierta medida en las
ciudades una economía doméstica.
Si bien es cierto que este mercado es pequeño para
sustentar el desarrollo de una gran base industrial, si es suficiente para
apoyar un número apreciable de industria de consumo, de bienes intermedios y de
bienes de equipo sencillos. Dentro de este conjunto, la agricultura capitalista
cuenta con un amplio campo de expansión: hasta los años 60 puede sustituir
importaciones de materias primas agrícolas y alimentos, lo cual es reflejo de
su pasada incapacidad para abastecer adecuadamente a la industria y cuando ha
establecido un relativo equilibrio entre demanda interna y oferta, se lanza al
exterior en renglones como el algodón, el azúcar, las oleaginosas, bananos,
flores y carnes, actividad que multiplica el mercado interior vía empleo y
consumo intermedio para entrelazar un proceso de rápido desarrollo capitalista
en el campo.
Por todo un período, incluso, el desarrollo agrario
es más rápido que el industrial. En efecto, en momentos en que la industria
colombiana avanza penosamente, entre 1957 y 1968, porque sus avenidas externas
de abastecimiento de equipos y bienes intermedios importados se han estrechado
por la baja de precios del café, la agricultura comercial se desarrolla a tasas
del 12% anual, en forma independiente del receso general de la economía. Es
más, el avance de la agricultura comercial genera un creciente volumen y valor
de exportaciones que son las que culminan equilibrando la balanza de pagos a
partir de 1969, lo cual sienta las condiciones para el gran auge industrial que
se inaugura durante ese año y culmina con la recesión mundial de 1974-1975, que
también detiene por un momento el proceso de acumulación nacional. A partir de
este umbral, la dinámica de desarrollo agrario desfallece, se resiente la
productividad y se pierden mercados externos.
Es así como durante los ochenta la agricultura se
contrae durante el primer lustro, cuando toda la economía sufre de una nueva y
profunda recesión, para después obtener una recuperación apreciable entre 1985
y 1990, marcada de nuevo por productos de exportación. Las estadísticas
oficiales no incluyen el cultivo de las materias primas de las drogas
prohibidas, pero según la DrugEnforcement Agency había en 1990 30.000 has.
sembradas de hoja de coca y unas 15.000 de marihuana, cultivo que relativamente
se había venido a menos desde finales de los setenta.
Lo que quedaba claro de lo anterior era que la
capacidad de respuesta del campo frente a las señales del mercado era rápida y
contundente, de que había empresarios de sobra en el país para organizar las
más disímiles aventuras y que lograban vencer todo tipo de trabas impuestas por
poderosos estados a la distribución de sus productos.
El período más reciente está marcado por
modalidades de violencia parecidas a las que vivió el campo hace 40 años
pero multiplicadas por la modernización de la tecnología para asesinar: se
hicieron comunes nuevamente las masacres de campesinos sospechosos de
simpatizar y apoyar a la guerrilla por agentes privados o públicos de rostro
oculto o la guerrilla tendió a utilizar el crimen para financiarse y el terror
para imponerse.
Todo este proceso de desarrollo intenso, violento y
contradictorio apenas pudo ser comprendido e interpretado por las corrientes
dualistas, cepalinas y la teoría radical del subdesarrollo, las cuales en
Colombia, al igual que en el resto de América Latina, enfatizaron más el
aparente estancamiento de la producción y los efectos desastrosos del
capitalismo, como el desempleo y los bajos salarios, la misma violencia que acompaña
el cambio, que el corazón mismo del problema: el avance de las relaciones
sociales de producción capitalistas, en razón inversa al debilitamiento de las
relaciones de servidumbre características de la hacienda y la pérdida de
importancia del trabajo familiar de la pequeña producción parcelera y
artesanal, aunque sí era cierto que este proceso era y es profundamente
desigual y contradictorio.
El dogma del estancamiento de las fuerzas
productivas que promulgó la teoría radical como resultado de la dominación
imperialista, el acento en variables demasiado generales como tenencia de la
tierra y concentración del ingreso en el caso de la teoría cepalina, condujeron
a ambas a subvalorar un proceso de rápido desarrollo del capital que tomó una
vía que no es nada extraña históricamente. Ya V. I Lenin y Barrington Moore la
habían señalado como alternativa para el campo ruso, o como la base social de
las dictaduras fascistas en Alemania y Japón, con todas sus consecuencias de
opresión política, resaltando quizás demasiado su carácter lento, derivado de
sus reformas por arriba. Tal proceso se repitió en todo el este europeo, España
y Portugal y gran parte del mundo dependiente y semicolonial, sin que por eso
el capitalismo dejara de desarrollarse en ellos.
Es pertinente quizás a partir de este tipo de
desarrollo que ya sufrimos, hacer un ejercicio de historia contrafactual y
preguntarse qué hubiera ocurrido de haberse dado la vía democrática de
desarrollo capitalista. Pues bien, en primer término hubieran existido
condiciones para un desarrollo más acelerado de las fuerzas productivas
nacionales y del mercado interior; en segundo lugar, la población excedente
causada por la vía terrateniente hubiera sido menor por la existencia de un
nuevo y numeroso campesinado propietario, produciendo un gran volumen de
alimentos y materias primas baratas, que pudieran ser capitalizables por una
acumulación industrial más acelerada. La industria hubiera tenido que recurrir
a un grado menor de explotación de la fuerza de trabajo, contando además con un
mercado relativamente más amplío para sus productos.
En el plano político, la vía campesina también
sería radicalmente distinta a la estructura de opresiva dominación que vive
cotidianamente el país. La erradicación de los terratenientes como clase
hubiera significado, obviamente, remover una de las bases principales de la
reacción social, el oscurantismo y el clericalismo y el desarrollo de
instituciones de dominación burguesa menos represivas que las existentes, con
mayores derechos políticos y de organización de las masas; se habría dado
además, un gran desarrollo del capital estatal, de la educación pública, salud,
servicios y obras públicas en general y, finalmente y no menos importante, el
Estado hubiera exhibido un grado mayor de autodeterminación frente a los
intereses norteamericanos.
La historia ha sido, sin embargo, distinta. La
acumulación se hizo rápida no por la extensión de un gran mercado campesino,
sino por el alto grado de explotación de los trabajadores. Las trabas a la
realización que se derivan del mercado interno, han sido subsanadas por medio
de la exportación de bienes agrícolas e industriales y sobre todo de
energéticos (carbón y petróleo). Los excedentes de población producidos en
forma abrumadora, especialmente después de la guerra civil, hacen que hoy en
día más de una tercera parte de la población en capacidad de trabajar está
total o parcialmente en paro forzoso. Esta sobreoferta de brazos unida a la
concultación de los derechos sindicales de los trabajadores causa una
distribución del producto que favorece a los empresarios y terratenientes,
arrojando para el país una de las distribuciones del ingreso más desiguales del
mundo capitalista. Es esta situación general la que nos ha llevado a caracterizar
en otro lugar al régimen de producción imperante en Colombia como "capitalismo
salvaje".
2. La transición al nuevo régimen de producción
A.
El viejo régimen de producción
El espacio geográfico de Colombia fue ocupado por
dos tipos de economía, dentro de un desarrollo histórico que le es común al
continente, resultado del tipo de colonización que llevaron a cabo los
españoles.
En primer término, una economía terrateniente
organizada a partir de la hacienda, que ocupó las tierras más fértiles y
accesibles y que sujetaba a una abundante población arrendataria por medio de
las deudas, el control político local y la ideología católica. Este campesinado
estaba sometido a periódicas faenas gratuitas ("la obligación"),
rentas en producto como los "terrajes", rentas que combinaban un
salario atrofiado y coerción extraeconómica, donde primaba la segunda, como el
"concierto" o la "agregatura" y, finalmente, los
"colonatos" de las inmensas haciendas ganaderas de las tierras
bajas, tierras que eran entregadas vírgenes a los campesinos para que dos o
tres años más tarde, después de sacarle varias cosechas de maíz, las entregaran
habilitadas con pastos, para proseguir entonces a tumbar más selva y abrirle
más pastizales al hacendado.
En segundo término, una economía campesina
subdividida a su vez en sectores de distinto desarrollo técnico, que ocupaba en
su mayor parte las pobres vertientes andinas, con algunas tierras buenas que
fueron resguardos indígenas. En el oriente santandereano y el occidente
antioqueño se desarrollaron vigorosas economías campesinas y artesanales, cuya
población estuvo compuesta principalmente por emigrantes españoles. Estos
ocuparon tierras de regular calidad y tuvieron que enfrentar en más de una
ocasión las pretensiones monopolizadoras de los terratenientes, pero en
términos generales ganaron acceso a la tierra.
En Antioquia, en particular, se dio un proceso de
colonización de tierras nuevas, desde fines del siglo XVIII hasta 1870 aproximadamente,
que estaban tituladas; los colonos tuvieron que librar una ardua lucha contra
la titulación colonial y republicana, que en 1863 casi alcanza visos de
insurrección general contra las pretensiones de los herederos de los Aranzazu
de cobrar rentas a los colonos. La región no dejó de contar con haciendas y
parte de los colonos más ricos trajeron consigo aparceros, pero aún así se dio
un avance técnico de los cultivos y la ganadería en pequeña escala, un gran
desarrollo de las fuerzas productivas en el consecuente activamiento de
relaciones mercantiles, una considerable movilidad de los trabajadores y las
tierras, que probarían ser decisivos en la gran expansión cafetera de
principios de este siglo y que originó la total transformación del país.
En efecto, la firme inserción de Colombia en el
mercado mundial y la consolidación de las premisas para el desarrollo social de
capital, como una previa acumulación de capital dinero en el comercio
internacional, una tendencia hacia la centralización estatal y creación de un
sistema nacional de crédito, construcción de una infraestructura vial,
desdoble del primer proletariado del país, recolector de la gran cosecha
cafetera, desarrollo de un considerable mercado interior en la región, son
impulsados todos por la economía campesina libre de Antioquia y su expansión
hacia Caldas.
La expansión cafetera fue inaugurada en 1880 por la
economía terrateniente pero su curso fue lento y se vio desbordada por la
región colonizada a partir de Antioquia. Las grandes haciendas de Santander,
las de la más establecida región de Antioquia y las de Cundinamarca y el Tolima
se hacen todas al cultivo del café; sin embargo, las relaciones de sujeción de
la fuerza de trabajo hacen muy difícil su expansión posterior, porque es
prácticamente imposible conseguir arrendatarios al mismo ritmo como se expande
la demanda mundial por el grano y el esfuerzo, incluso, parece propiciar su
disolución durante los años 20.
Tales haciendas, en particular las de Cundinamarca
y Tolima, son híbridos que combinan una alta racionalidad en la comercialización
del grano, su utilización del crédito, su misma organización contable y hasta
el uso de alguna maquinaria con la opresión más degradante de los
arrendatarios. Existen corveas puras, con 2 semanas de trabajo gratuito en los
cafetales y el resto de tiempo en el fundo de estricto pan coger pues se
prohíbe sembrar cualquier cultivo que pueda ser comercializado libremente por
los campesinos; sobre todo, se les prohíbe sembrar café.
Frecuentemente el arrendatario tiene que entregar
parte del producto de su parcela a la hacienda, la cual cuenta con su propio
dinero, fichas que combinan en su almacén o tienda de raya por artículos
que tienen fijados precios arbitrarios. Los terratenientes utilizan una
contabilidad peculiar que resulta generalmente en saldos rojos para los
trabajadores y les impide dejar la hacienda, bajo pena de cárcel por deudas o
incluso a ser amarrados al cepo con que cuenta la misma hacienda por diversos
períodos. Los arrendatarios, según la correspondencia de un terrateniente con
su mayordomo que recopiló MalcomDeas, eran importados de las haciendas más
tradicionales de la sabana de Bogotá y de Boyacá, pues al parecer la mano de
obra de las tierras medias, donde se puede mejor cultivar el café, se resistía
a entrar en este tipo de "conciertos". Esta dificultad de conseguir y
mantener a la fuerza a la mano de obra en las haciendas era obviamente una
traba considerable para expandir rápidamente la producción para la exportación,
más aún cuando el período vegetativo entre la siembra del cafeto y su entrada
en producción era de más de 4 años.
La situación de las haciendas que exportan café
guarda cierto paralelo con lo acaecido durante la segunda servidumbre del este
europeo descrita por Engels, en donde las exportaciones de los feudos conducen
más bien a la intensificación de las cargas serviles y menos a organizar la
producción bajo los nuevos métodos del capital y el trabajo asalariado.
Ciertamente, las corveas puras no fueron usuales en las haciendas del país
durante los siglos XVIII y primera mitad del XIX y aparecen claramente en las
regiones cafeteras de gran ocupación territorial que intensifican las
obligaciones tradicionales de los agregados de las haciendas del altiplano.
Lo cierto es que la producción de las haciendas
participa pobremente en la expansión de la producción de café. La productividad
por árbol, como lo muestra el censo cafetero de 1932, es menos de la mitad en
la región de Cundinamarca, por comparación con la de Antioquia, y la de
Santander es sólo una tercera parte de la última.
En la región antioqueña el único obstáculo que
tiene la expansión cafetera es el número de campesinos libres, que además están
positivamente incentivados para aumentar la productividad, ya que la comparten
o el aumento es todo de ellos; distinto es el caso de las haciendas, en las que
el incentivo para el agregado es sabotear la producción, puesto que no le queda
nada de un aumento de la productividad y el trabajo en el cafetal se contrapone
al trabajo para sí de la parcela. Así mismo, la región de la colonización
antioqueña tiene una población que se expande a un ritmo mucho mayor que el
resto del país, lo cual corrobora que las condiciones de existencia de la
economía campesina libre son mejores que las que vive la población bajo la
dominación de la hacienda. La ventaja de la economía campesina libre se expresa
en la estadística exportadora de la siguiente manera: en 1880 las regiones
libres ocupan un 2.2% de la producción cafetera nacional, pero en 1930 tienen
el 47%, porcentaje que seguirá subiendo con el tiempo.
El resto de la economía campesina, a diferencia de
la de colonización antioqueña, está conformada por indígenas mestizos, pero al
igual que ella es un conquistar de montaña. Surge en términos generales como
sitio de refugio para los campesinos que rehúsan la servidumbre de las
haciendas, aunque sólo se verán completamente libres de ella si están muy
retirados de su área de influencia. Si este no es el caso, los terratenientes
los utilizarán como jornaleros ocasionales, a veces en forma forzosa, como la
"matrícula" que se da en amplias regiones de la costa o son también
obligados a trabajar en "obras públicas", que no lo
son tanto, porque benefician exclusivamente las haciendas o son enganchados a la fuerza por el flamante Ejército Nacional, que ha reemplazado las milicias de los terratenientes y los ejércitos departamentales después de la guerra de los mil días que culmina en 1902, costumbre de reclutamiento que no se ha perdido hasta el día de hoy.
son tanto, porque benefician exclusivamente las haciendas o son enganchados a la fuerza por el flamante Ejército Nacional, que ha reemplazado las milicias de los terratenientes y los ejércitos departamentales después de la guerra de los mil días que culmina en 1902, costumbre de reclutamiento que no se ha perdido hasta el día de hoy.
Las condiciones de existencia de estos campesinos
parcelarios son precarias, pues las tierras que ocupan se erosionan fácilmente
y deben estar cambiando de terreno o combinando diminutas parcelas alejadas las
unas de las otras; sus magros productos tienen poca salida hacia los mercados,
aunque su acceso a las ciudades irá mejorando paulatinamente con el desarrollo
de una red vial nacional que se empieza a completar en los años 40 y jugarán
un papel de primera importancia en el abastecimiento de alimentos para la
población urbana que se alarga hasta hoy pero en proporción decreciente.
La gran ocupación territorial que hacen unos
cuantos individuos durante la etapa colonial, pero sobre todo durante el
republicano siglo XIX en la mayor parte del país, se hace sobre la base de una
ganadería extensiva en tierras de amplia capa vegetal, aguas abundantes y
climas relativamente benignos. Aquí pasta un ganado semicimarrón que,
paradójicamente, se expande más rápidamente en la medida en que se contraiga el
mercado, porque la saca de hembras determina el ritmo de producción del hato y
si ésta se contrae aumenta el número de nacimientos. Los ganaderos cuentan
además con un indisputable dominio de muy extensas regiones y sus animales por
lo general expulsan a los hombres que quieren colonizar, entablándose una
sórdida lucha que alcanzará resonancia nacional durante los años 20.
En el sur del país, la hacienda reposa tranquila en
circuitos de autosuficiencia, explotando las comunidades indígenas que las
rodean. Los terratenientes de la región cuentan con un numeroso núcleo de
"terrazgueros", en similar condición a la que describe Icaza en su
novela Huasipungo, que también en algunos puntos empezarán a movilizarse contra
la usurpación de sus tierras y el despojo de sus cosechas. Las haciendas del
Valle del Cauca cuentan con "agregados", muchos de ellos descendientes
de esclavos, quienes cuidan los ganados y producen azúcar en trozos morenos,
la "panela", la cual será desplazada en las haciendas más avanzadas
por azúcar un poco más refinada; de lo que va de 1905 a 1940 muchas de estas
haciendas instalan grandes establecimientos de tipo fabril, dándose una
extraña y muy rápida transformación de verdaderos feudos en pujantes emporios
industriales.
B. La desestabilización de la hacienda
El gran auge de la exportación cafetera entre 1903
y 1929, multiplica por doce los ingresos de divisas del país, configurando,
sin lugar a dudas, la base más importante de la expansión y consolidación del
capitalismo a nivel nacional. Los efectos de la expansión cafetera son
múltiples y operan a varios niveles: se presentan grandes demandas estacionales
de mano de obra asalariada para recoger las cosechas del grano, el campesinado
parcelario se integra más firmemente al mercado, se intensifica el tráfico
comercial, crecen inusitadamente los ingresos públicos y naturalmente la corrupción
administrativa y existe una febril actividad de construcción de ferrocarriles,
vías y puertos para asegurar el flujo regular de las exportaciones y garantizar
su incrementó.
La industria también se desarrolla por la expansión
del mercado, aunque tenga que competir con las importaciones que frenan, pero
no logran impedir el desarrollo local de toda una serie de ramas elementales:
textiles y bebidas, calzado y vestuario, cigarrillos, todo tipo de insumos
para la construcción y algunos productos metalmecánicos se manufacturan en un
número limitado de establecimientos que empiezan a animar la vida de ciudades
como Medellín, Bogotá y Barranquilla. Los industriales han sido, en su mayor
parte, antiguos importadores que han montado establecimientos fabriles, con
última técnica norteamericana y que tienen una experiencia importante en
relación con los manejos de los mercados. Otros son inmigrantes
sirio-libaneses, españoles, alemanes y judíos de centro Europa que erigen
industrias que ganarán importancia con el tiempo. Prontamente también se
producen corrientes centralizadoras en torno a la industria textil, de cerveza
y otras, prefigurando tempranamente un capital monopolista nacional.
Entre 1925 y fines de 1929 el ascenso económico
general es vertiginoso. Todos los mercados, que funcionaban hasta entonces en
función del lento ritmo de economías precapitalistas, se ven ahora agitados
desordenadamente por una fuerte acumulación de capital. Uno de los primeros
mercados afectados es el de fuerzas libre de trabajo pues existe una oferta
reducida de ellas: mientras las haciendas sujetan a una abundante población
arrendataria, los campesinos parcelarios, al igual que el artesanado urbano,
aumentan sus ingresos con el auge de la demanda por sus bienes y no están
dispuestos a asalariarse por el momento. En la medida en que la demanda por
brazos se acrecienta, los salarios se elevan considerablemente; la situación se
desequilibra aún más por el auge de las obras públicas, en las cuales se
enganchan 40.000 hombres en 1928 que representan aproximadamente el 8% de la
población hipotéticamente activa en ese entonces.
Los terratenientes protestan en particular;
intentan prohibir la salida de sus arrendatarios de las haciendas por medio de
la imposición de salvoconductos, lo cual, sólo funciona en el departamento de
Boyacá, pero por corto tiempo porque la medida es derogada por presión del
gobierno central. La Federación Nacional de Cafeteros, recién creada un año
antes, solicita en 1928 que se suspendan las obras públicas en época de cosecha
para contar con un número suficiente de jornaleros, lo cual también resulta
inadmisible para el gobierno central. La Sociedad de Agricultores de Colombia
(SAC) se queja de que los salarios altos conducen al aflojamiento de la disciplina
en el trabajo, lo cual debe ser especialmente cierto para los peones que deben
prestar rentas en trabajo en las haciendas más atrasadas, y exigen un estatuto
de ahorro forzoso por medio de un diferimiento de los salarios de los
trabajadores; finalmente, la misma SAC clama por la apertura de la inmigración
para llenar los faltantes de brazos que amenazan con desproveerlos, no sólo de
jornaleros sino también de arrendatarios, quienes a su vez empiezan a
aprovechar las oportunidades que abre el desarrollo del capital para fugarse
de las haciendas o rehusar seguir pagando prestaciones extraeco-nómicas.
Las cosas se complican aún más para las haciendas
porque la chispa agitacional ha prendido entre intelectuales y obreros y ha
llegado a las regiones de grandes propiedades cafeteras, en particular al norte
de Cundinamarca y sur del Tolima, donde se desatan grandes movimientos de
arrendatarios. Estos exigen la terminación de las obligaciones laborales
gratuitas, el pago de salarios y que éstos sean iguales a los que se pagan en
las obras públicas, el derecho a sembrar cultivos comerciales y café dentro de
sus parcelas y la abolición del sistema de fichas (tienda de raya) y de
endeudamiento arbitrario. El movimiento desquicia las grandes haciendas
cafeteras y obliga a muchas de ellas a conceder en propiedad las parcelas de
los arrendatarios, pero sólo en aquellos lugares donde el movimiento está mejor
organizado: frecuentemente también el conflicto termina con la expulsión de sus
predios de la mayor parte de los campesinos.
Aunque el movimiento campesino se expande a algunas
otras regiones, especialmente después de la depresión de 1930 que produce un
flujo de población que retorna al campo, proveniente de las obras públicas y
las ciudades, no llega a unificarse a nivel nacional. El sistema de haciendas
está herido, presenta un número creciente de fisuras, pero su muerte tomará
varios lustros más: será golpeado por la política reformista liberal que se
nutre de las reivindicaciones del movimiento campesino pero buscando más bien
su desorganización y más adelante entrará en crisis en regiones adicionales que
arrasa la guerra civil de 1946 en adelante, la cual resquebraja las relaciones
serviles y debilita el poder ideológico del clero, fuera del mismo avance del capitalismo
que va socavando este tipo de relaciones atrasadas de trabajo, especialmente
en cercanías a los grandes centros urbanos.
El avance del capitalismo no sólo genera
contradicciones que contribuyen a disolver las relaciones atrasadas de trabajo,
sino que socava también el régimen de posesión de tierras en el país, que más
bien constituye un sistema de dominio de hecho sobre muy extensas regiones, en
donde un hacendado tenga suficiente poder militar y político. La situación de
aguda carestía de alimentos en el país, pone en cuestión el hecho de que muchos
colonos no puedan trabajar supuestos baldíos nacionales o tierras fiscales a
menos que paguen rentas a muy dudosos poseedores legales de estas tierras. El
gobierno desconocía incluso qué tierras eran propiedad de la Nación y cuales
habían sido otorgadas en enormes cuantías a un puñado de propietarios que no
las explotaban directamente. En esta etapa algunos terratenientes pretendían
todavía legalizar a su favor tierras sin cultivar, en extensiones de cientos de
miles de hectáreas, todo en medio de una movilización creciente de los colonos
que venían ocupando y civilizando nuevas regiones. Los tribunales recogieron
en parte el clamor de las necesidades del nuevo régimen y de los colonos en
varias regiones del país, comenzando a entonces a exigir pruebas jurídicas de
propiedad a los terratenientes, a declarar algunas tierras de propiedad
nacional y, en general, a exigir la agrimensura para demarcar la propiedad
privada sobre la tierra.
El régimen de propiedad vigente hasta entonces
presenta así visos híbridos entre las formas modernas de propiedad y otras que
eran consistentes con las relaciones de producción serviles, que frenan la
compraventa y el arriendo capitalista de la tierra, especialmente cuando el
monopolio territorial constituye el mecanismo más importante para sujetar al
campesinado: el propietario no está dispuesto a ceder bajo ningún precio su
dominio territorial, en tanto ello le socavaría su poder para exigirle rentas a
la población campesina que sujeta. Por otra parte, tal sistema de propiedad se
basa en principio en la posesión individual, es decir, no corporativa o
entregada en cesión por un superior en la escala aristocrática, como sucede en
el feudalismo, sino que la tierra tiene cierta movilidad a nivel de los mismos
propietarios, pero excluye, o pretende hacerlo, la propiedad del campesinado
sometido a ellos y la conformación de un más amplio mercado de tierras.
Las reformas jurídicas que se hicieron durante los
años 20 al régimen de propiedad fueron sistematizadas en el estatuto promulgado
en 1936, contempladas en la Ley 200, que es considerada como la reforma más
importante que promulgó el régimen liberal de Alfonso López Pumarejo. La Ley
200 atacó, además, el problema de las relaciones de trabajo, en particular el
contrato de "agregatura", existiendo la posibilidad de que el lote
cedido en arriendo pasará a propiedad del inquilino, aunque la forma como fue
implementada permitió también que el hacendado expulsara al arrendatario y su
propiedad quedara sin disputar.
La ley declaraba la reversión a la Nación de
tierras en propiedad sin habilitar, otorgando un plazo de 10 años para
adecuarlas, plazo que nunca fue reglamentado por el avance de la reacción
conservadora y que tuvo que ser estatuido nuevamente por la ley de reforma
social agraria de 1961, 25 años más tarde. Ciertamente, la reforma tuvo poca
profundidad en su implementación, al tiempo que prevenía a los terratenientes
para organizarse políticamente y comenzar a tomar la ofensiva contra las
reformas. Las ligas campesinas no fueron involucradas en la puesta en práctica
de la ley y el poder local de los hacendados no fue tampoco puesto en cuestión
por el gobierno liberal, menos aún cuando toda la clase dominante se pronunció
en contra del reformismo, el Partido Conservador arreció sus ataques contra la
administración liberal y los sectores más reaccionarios se organizaron a nivel
local para defender los fueros y privilegios ofendido por el reformismo
liberal. Toda esta contraofensiva llegó a decretar en 1938 lo que se dominó
como "la pausa" en las reformas, apenas a 2 años del pasaje de la Ley
200.
El régimen liberal de Eduardo Santos se inauguró en
1938 y buscó estabilizar las reformas que no sólo habían afectado la cuestión
agraria, sino también el sistema electoral, el régimen tributario, el sistema
educativo y además había introducido cambios en la constitución para dotar al
Estado de una mayor capacidad de intervención en la economía privada. A partir
de este momento, se intentó conciliar con los conservadores, dándole un bajo
perfil, a la aplicación de las reformas, ofreciendo amplias garantías a la
oposición reaccionaria y devolviéndole fueros que le había disputado la reforma
electoral (más peso al voto urbano del que tenía anteriormente, reglamentación
de la cedulación por parte del gobierno, etcétera). Los sectores moderados del
Partido Liberal empezaron entonces a colaborar más con sectores del Partido
Conservador, en particular, con los cafeteros y exportadores, representados
por la casa Ospina.
Sin embargo, los problemas sociales de base seguían
sin resolverse y a partir de 1940 dentro de cada partido se desarrollan a las
radicales: mientras en el liberalismo surge Jorge Eliécer Gaitán como
propugnador de una ampliación de la democracia política y profundización de la
reforma agraria, dentro del Partido Conservador emergía la fracción de
Laureano Gómez que anunciaba la "reconquista" del poder, atacaba las
reformas como atentatorias contra las instituciones tradicionales y la moral
cristiana, impulsaba la defensa de la contrarrevolución española y expresaba
ambiguamente su simpatía por los países del eje fascista se configuraba así el
cuadro de confrontación entre partidos y clases, que desembocaría más adelante
en "la violencia", como forma de derrotar al movimiento democrático
que surgía con el desarrollo del capitalismo en el país.
C. Desarrollo industrial, desfase agrícola
La gran depresión enfrió considerablemente el
problema agrario desde el punto de vista económico, al reducirse la presión por
hombres y tierras que había desatado la onda larga de acumulación de capital
que culmina en 1929; sin embargo, los problemas políticos se desarrollan a
nuevos niveles, pues el retorno al campo de hombres que han experimentado la
libertad del asalariado conduce a su frecuente enfrentamiento con los
terratenientes. Mientras tanto, la industria es protegida por un estatuto
cambiario de 1931 que es ampliado y consolidado en 1937 con altos aranceles
para los bienes finales producidos en el país. La recuperación industrial ya es
completa en 1934 y aumenta la utilización de planta haciendo pocas ampliaciones
y diversificaciones de la producción por la estrechez de divisas o dificultades
de importaciones que tiene el país hasta el fin de la segunda guerra mundial.
La agricultura capitalista se desarrolla
limitadamente y generalmente en las cercanías de las ciudades más grandes. En
la sabana de Bogotá se desarrollan las lecherías comerciales, cultivos como la
cebada que abastecen la industria cervecera, hortalizas y legumbres, mientras
que en el Valle del Cauca se van contorneando grandes ingenios azucareros, como
la hacienda "La Paila", una de las más grandes de la región y que
contaba con un número apreciable de "agregados", que pasa
directamente al estadio de gran industria fabril en 1929 con la instalación de
maquinaria moderna que eliminó las parcelas de los arrendatarios para tomarlas
en cañaverales las primeras y en proletarios los segundos.
En el valle del Tolima y en algunas regiones de la
Costa Atlántica, el arroz y el algodón son cultivados todavía en su mayor
parte por aparceros, aunque en la primera de las regiones se hacen inversiones
en distritos de riego, créditos y se presta asistencia técnica durante los años
40 que contribuyen a su modernización. El algodón no puede ser absorbido por la
industria textil que importa la hilaza mientras ésta no monte plantas de
hilado, lo cual empezará a hacer durante los años 40. El proteccionismo para
los agricultores existe de hecho, por la escasez de divisas, pero no habrá un
arancel alto hasta 1949, cuando el régimen conservador de Ospina hará que la
industria pague sus materias primas a precios más altos a los agricultores
locales que los del mercado internacional, elevando de esta manera la renta del
suelo.
A pesar de que los cimientos mismos del sistema
social de la hacienda se encuentran resquebrajados, la tierra y los hombres no
pueden ser todavía explotados por el capital en medida suficiente, a lo cual
contribuye el desenvolvimiento limitado del capital a nivel nacional: hay
todavía muchas tierras fértiles que permanecen relativamente estancadas en su
producción y se dedican fundamentalmente a una ganadería extensiva de baja
productividad. Si existe algún avance en la producción agrícola, éste se debe a
la economía campesina encaramada en las vertientes de las montañas que se
encuentra mejor integrada al mercado que antes, porque ya existe una red de
carreteras nacional que, aunque de precaria calidad, permite el viaje en camión
entre todos los puntos nodales del país para 1945.
El campo produce poco y caro para las ciudades. Los
precios relativos entre bienes agrícolas e industriales señalan una ventaja
clara para los primeros entre 1925 y 1955, siendo la ventaja del campo afín
mayor en el caso de los precios de la carne. La explicación básica puede ser la
siguiente: la oferta agrícola es insuficiente frente a la demanda que genera la
acumulación industrial, lo cual permite que los precios de los artículos industriales
suban menos que los precios agrícolas. Si bien es cierto que la industria está
protegida y el arancel le permite fijar precios mayores que los medios
internacionales, aún así la agricultura no es capaz de ofrecer un nivel estable
de precios y de, oferta porque su desarrollo está entrabado por la todavía
relativa fortaleza de las viejas relaciones de propiedad. Mientras la
industria aumenta su productividad en la mayor parte de sus ramas, la
agricultura sólo, lo hace en muy contadas regiones y la ganadería en particular
evoluciona muy lentamente; tal desigualdad en el desarrollo de la productividad
se tiene que expresar en los niveles de precios de cada rama.
Todo lo anterior es ignorado por una interpretación
librecambista que se combina curiosamente con la teoría radical sobre las
"colonias internas" y que entra en boga en el país y en el continente
durante los setenta, la cual adjudica la "responsabilidad" por la
miseria del campo a la sobreprotección de la industria. Los precios
internacionales de los productos industriales pueden ser mayores que los
internos, pero esto no impide que el poder adquisitivo de los terratenientes y
los agricultores sea creciente durante un largo período en el intercambio que
hace de sus productos por manufacturas nacionales. Es más, los insumos
agrícolas manufacturados serán mayoritariamente importados hasta 1955 y sólo
después se utilizaron agroquímicos y herramientas nacionales, que en efecto
encarecerán los costos agrícolas, mientras que hasta hoy en día se importan los
tractores la maquinaria pesada agrícola. O sea que los costos altos de una
industria protegida no logran explicar exhaustivamente el hecho de que los
términos de intercambio favorezcan al campo la mayor parte del tiempo.
El proteccionismo agrícola, por otra parte,
recargará por un tiempo los costos industriales, hasta que la agricultura comercial
desarrolle un mayor nivel de productividad. Antes de que esto suceda, sin
embargo, los costos de la industria son crecientes: tanto el precio de las subsistencias
de sus trabajadores como el de materias primas crece más rápido que su propio
nivel de precios. Lo que pueden hacer entonces los industriales es no reconocer
que el costo de vida ha mermado los salarios de sus obreros, lo cual es
precisamente lo que sucede entre 1940 y 1945 y 1948 y 1959, lo cual se repite
para los períodos 1970-1978 y para 1987-1990.
Para el primero de los períodos anotado de caída de
los salarios reales, le sigue un gran auge del movimiento obrero entre 1945 y
1948 que es aplastado por la política de violencia que incluye el
establecimiento del paralelismo sindical y la persecución contra los dirigentes
obreros, y establece para los empresarios condiciones de alta explotación de
la fuerza de trabajo, a la cual no se le abona el alza en los costos de su
reproducción que provienen de la incapacidad agrícola.
La industria que hay en 1945 cuenta con unos 80.000
obreros (contra unos 7.000 en 1980) y tiene a su favor una estabilidad relativa
en el precio de sus importaciones que pierde paulatinamente durante los años
50 con la baja internacional de precios del café, lo cual obliga a periódicas y
drásticas devaluaciones que favorecen a los exportadores y frenan la
acumulación industrial.
La industria es la única importadora y negocia con
los cafeteros los montos de devaluación. La Federación de Cafeteros mantiene
una influencia grande en el Estado -hay quienes la caracterizan como un Estado
dentro de otro- trátese de gobiernos liberales y más aún de los conservadores,
en los cuales colocan siempre los ministros y más altos funcionarios que
residen sobre la política económica, monetaria y cambiaria del país, situación
que se mantiene con algunas variaciones hasta hoy.
La Federación cuenta con los dineros que provienen
de los impuestos del café que gasta a su arbitrio, ya sea en las regiones
cafeteras en infraestructura y servicios, lo cual, de paso, le reporta al
Partido Conservador una considerable influencia electoral, o invierte en
múltiples actividades que van desde la banca -el Banco Cafetero llegará a ser
uno de los tres mayores del país- hasta la Flota Mercante Grancolombiana,
almacenamiento y seguros, constituyéndose, de hecho, en uno de los más
poderosos grupos financieros que existen en el país.
Las desavenencias de los cafeteros con los
industriales han sido poco frecuentes: se conforma de esta manera una alianza
relativamente firme que sólo se quiebra temporalmente durante la violencia y
que sirve de base a una estabilidad política duradera a nivel del bloque de
poder. La expresión política más consistente de tales intereses la constituye
la casa Ospina que gobernó al país entre 1946 y 1950, preparó la trama de la
guerra civil y permitió el ascenso al poder de Laureano Gómez, organizó el
golpe militar contra este cuando su política de violencia crea una situación de
ascenso revolucionario en el campo y, finalmente, preparó el derrocamiento del
General Rojas Pinilla y también la instauración del Frente Nacional en 1958, el
cual recompuso la dictadura bipartidista que gobierna el país hasta la década
de los ochenta. Este rápido recuento del poder de esta importante fracción
política muestra la influencia que a nivel nacional manifiesta tan importante
sector agroexportador.
La situación de relativa estabilidad que vive el campo
colombiano empieza a transformarse dramáticamente después de 1945. Las barreras
a la acumulación que existían anteriormente dejarán de operar en múltiples
regiones y el auge mismo del capital invadirá zonas más amplias agrícolas y
ganaderas. La coyuntura de gran desarrollo industrial que se inaugura entonces,
auge del mercado internacional del café, altos precios agrícolas dentro del
país y las heridas ulteriores que le infligirá la guerra civil al viejo sistema
de haciendas y a la misma economía campesina, terminarán por minimizar los
obstáculos mayores que frenaban el desarrollo del capital en el campo. A partir
de este momento el desarrollo de la agricultura comercial será muy rápido e
invadirá múltiples regiones del país, abastecerá más adecuadamente las
necesidades de la industria y para fines de la década de los sesenta estará
creando excedentes exportables de relativa importancia. Aún así, tales rachas
exportadoras combinadas con políticas de protección para los bienes
agropecuarios finales incidirán en niveles de precios excesivos para el sector
durante varios períodos más recientes.
3. Desarrollo agrario y violencia
A. La política posreformista
El estatuto legal aprobado en 1936 contra las
formas de trabajo sujetas y el monopolio territorial no fue puesto en práctica
y, por el contrario, empezó a ser echado para atrás. Bajo la creciente
ofensiva de los conservadores y la conciliación de importantes sectores de
liberalismo con ellos, se pasa la Ley 100 de 1944 que establece la legalidad de
la aparcería. Aunque tal forma de producción es mucho más avanzada en términos
de la libertad que tiene el productor directo y de la productividad del
trabajo que la "agregatura" como tal, la atmósfera política de ese
entonces que culmina con la renuncia de López Pumarejo durante su segundo
mandato, indica que la medida legal refleja una concesión importante a los
terratenientes, pues dejaba de estar en cuestión la propiedad de las parcelas
de los arrendatarios y también las relaciones de trabajo basadas en la
coerción extraeconómica.
El retroceso del reformismo se confirma con el
aplazamiento indefinido que hace el Congreso de reglamentar la fecha en la cual
presuntamente debían retornar a manos de la Nación las tierras en propiedad no
habilitadas y además, porque todo el tono de la política agraria sufre un
cambio apreciable. De esta manera, el crédito subsidiado destinado a los
terratenientes aumenta vertiginosamente durante el decenio de los años 40: la
participación de crédito en el valor de la producción agrícola pasa según
Albert Berry, de 2.1% en 1940 a 6.4% en 1950, mientras que en el valor ganadero
la participación sube a 8.6% a 16.7% para los mismos años.
La política estatal es ahora la de motivar la
transformación del campo por medio de incentivos positivos, como el gasto en infraestructura
de vías y caminos, investigación agrológica transmitida gratuitamente a los
usuarios, además del crédito subsidiado que manejan casi directamente los
representantes de los terratenientes y el Partido Conservador en la Caja de
Crédito Agrario que se fortalece considerablemente durante estos años, a pesar
del alto grado de morosidad en que incurren impunemente los grandes
prestatarios.
Se abandona la aplicación de los estatutos
reformistas que polarizan las fuerzas políticas del país y que ciertamente
habían afectado a la clase terrateniente, a pesar de que no se trató tampoco de
expropiarla desatando contra ella el movimiento campesino.
Las contradicciones sociales y políticas se van
acumulando durante el primer lustro de los años 40. El segundo régimen de
López Pumarejo guarda su imagen reformista pero retrocede ante la reacción,
mientras que el movimiento democrático intenta defenderlo de la contraofensiva
conservadora. Otros problemas que acarrea la segunda guerra mundial, como las
altas presiones inflacionarias originadas en un superávit cambiario que no
puede gastarse en importaciones porque la industria de los países imperialistas
está concentrada en la producción de guerra, necesidad de medidas
disciplinarias contra los trabajadores que sufren una fuerte disminución de sus
salarios reales y contra las ganancias y los ingresos cafeteros, fueron de los
conflictos sociales que ha generado el desarrollo capitalista y que la reacción
pretende confrontar con la represión abierta, lanzan al gobierno la
inestabilidad.
Las contradicciones entre la misma clase dominante
se agudizan, lo cual se expresa en una serie de graves denuncias de corrupción
administrativa y líos pasionales que afectan a la familia presidencial y que
culmina con la renuncia del presidente y su reemplazo por Alberto Lleras
Camargo en 1945, quien inaugura una ofensiva contra los sindicatos, que
obtendrá una profundización durante las 2 administraciones conservadoras que lo
siguen.
Todos los empresarios estaban a la expectativa. Con
el fin de la guerra se anunciaba la apertura de un gran auge de la acumulación,
como no se había experimentado desde 1925, ya que las reservas internacionales
se habían acumulado desde el principio de la guerra y el precio del café dejaba
de ser sostenido artificialmente bajo como contribución del país al esfuerzo
bélico del imperialismo "aliado" e iba a tener alzas significativas.
Hay cierto acuerdo básico entre las clases dominantes de que el auge de la
acumulación se garantizará sólo si reprime al movimiento democrático, lo cual
se expresa en la ruptura de la incómoda alianza de 2 lustros entre el Partido
Liberal y los sindicatos durante el corto período de Lleras Camargo, la
represión contra las huelgas y movimientos solidarios que éstas arrastran de
manera creciente y, como ya se ha visto, con toda una serie de concesiones a la
clase terrateniente que golpean las aspiraciones democráticas del campesinado.
La inclinación por la vía reaccionaria se expresa
dentro del Partido Liberal que se presenta dividido a las elecciones de 1946 y
que prefiere que salga electo el candidato conservador antes que Gaitán. El
programa político de Gaitán refleja, no sin deformaciones, a las fuerzas
democráticas del país, en primer término a sectores de la pequeña burguesía
urbana y rural, pero no menos al grueso de las bases del movimiento sindical,
aunque esto no sea reconocido, por causas distintas, por la Central Liberal, la
CTC, y el Partido Comunista.
En relación con el problema agrario, Gaitán hizo
campañas de organización campesina por medio del UNIR hasta 1936 y litigó
contra las pretensiones de los terratenientes y a favor de los colonos en
varias sonadas ocasiones. Las aspiraciones de las masas de lograr mayores
derechos políticos de organización expresión y petición, de desarrollo
democrático en el campo, de mayor intervención económica del Estado y de
control de ganancias y rentas son tomadas y aireadas abiertamente por esta
fracción del liberalismo. A pesar de que esta plataforma no constituye en sí
misma una amenaza revolucionaria, menos aún por el tipo de organización y
política que desarrolla el caudillo, el movimiento que cruje bajo esta
dirección puede desbordarla y hace peligrar las relaciones de dominación
vigentes, garantizando poco la permanencia de las condiciones de gran
acumulación que se abren durante la postguerra.
La situación internacional presiona simultáneamente
sobre las alianzas dentro del bloque de poder nacional. La confrontación
mundial contra el fascismo hacía difícil concebir una hegemonía conservadora
durante la contienda, pero las nuevas
condiciones que crea la guerra fría y febril campaña anticomunista que se abre después con la paz, fortalecen indudablemente el proyecto político reaccionario a nivel local. Los conservadores y la mayor parte de la dirección del liberalismo se apoyan en los intereses norteamericanos, se comprometen a abrir la economía a los capitales extranjeros y se alistan en el ejército anticomunista internacional.
condiciones que crea la guerra fría y febril campaña anticomunista que se abre después con la paz, fortalecen indudablemente el proyecto político reaccionario a nivel local. Los conservadores y la mayor parte de la dirección del liberalismo se apoyan en los intereses norteamericanos, se comprometen a abrir la economía a los capitales extranjeros y se alistan en el ejército anticomunista internacional.
En el posterior desarrollo de esta coyuntura se
abren más notoriamente las posibilidades de las dos vías de desarrollo capitalista
en el país: sectores de la burguesía con el campesinado y las masas contra los
terratenientes o alianza entre todas las fracciones de la clase dominante
contra la población. La primera de las vías está representada no tanto por la
burguesía sino por el movimiento democrático que lidera Gaitán. La gran
ofensiva reaccionaria que se desata contra las emergentes fuerzas democráticas
va creando una creciente resistencia que culmina en una situación
insurreccional de múltiples regiones del campo colombiano y que abren por un
momento la posibilidad de que se imponga la primera de las vías, que con todo
termina siendo derrotada.
B. La violencia
La violencia que se desempeña sobre el país es
rural y urbana, es decir, que constituye una política de la derecha contra el
movimiento democrático. En ella se comprometen las fracciones radicales del
conservatismo y es tolerada por el gobierno, mientras que el centro del
liberalismo concilia con tales sectores. Más precisamente, la política de
violencia pretende aplastar las reivindicaciones del campesinado, de la pequeña
burguesía urbana y del proletariado por reforma agraria y, en general, por un
desarrollo económico democrático. Los liberales abren el período represivo en
1945 y esto se extiende y profundiza bajo las dos administraciones
conservadoras que le siguen.
La política de represión va desde la ilegalización
de los sindicatos y persecución abierta contra el Partido Comunista, la
supresión del "hábeas corpus" y el derecho a la vida, hasta la
liquidación genocida de las bases electorales rurales del Partido Liberal. La
represión contra los liberales no es tanto contra sus fracciones más moderadas,
aunque ellas también sufrirán en la medida en que se polariza el medio
político, sino contra la dirección gaitanista de un movimiento popular que
frecuentemente la desborda.
La política de violencia toma cuerpo en 1946 en
alejados distritos rurales que favorecen electoralmente al liberalismo o están
relativamente empatados con el partido opuesto, donde bandas armadas
organizadas por los conservadores o la misma policía, que recluta matones, se
dan a la tarea de expropiar cédulas electorales, a exigir que los amenazados
voten por los conservadores, cuando no a asesinar a los hombres y violar a las
mujeres del odiado partido contrario.
La dirección del Partido Liberal pasa a manos de
Gaitán con base en los resultados de las elecciones parlamentarias de 1946 y
protesta en términos pacifistas contra la violencia rural que viene permitiendo
el gobierno. A principios de 1948, el gaitanismo organiza en Bogotá una
manifestación nocturna de más de 100.000 personas para protestar contra la política
de violencia.
El asesinato de Gaitán el 9 de abril de 1948 es
parte de la ofensiva reaccionaria y terrorista de la ultra derecha conservadora
que busca aplastar toda protesta o reivindicación popular y, en este momento,
elimina a su máximo aglutinador, que se perfilaba como seguro ganador de las
elecciones presidenciales de 1950. Por estos días se cumple también en Bogotá
la instalación de la Conferencia Panamericana que le dará cuerpo a la OEA y se
firman varios tratados militares bilaterales y continentales que le dan una
gran injerencia a los intereses norteamericanos dentro de los cuerpos
represivos de los estados latinoamericanos.
El 9 de abril todas las ciudades estallan en
violentos alzamientos populares, con resquebrajamiento de la policía en
Bogotá, la instalación de cabildos populares en Barrancabermeja, población que
concentra al muy politizado proletariado petrolero y tomas de cabildos en
múltiples localidades rurales del país. Sin embargo, los múltiples
levantamientos populares no encuentran cauces organizativos propios que
sustenten una ofensiva sostenida contra el gobierno. Este ciertamente se
tambalea, pero el espaldarazo que le dan los liberales opuestos a Gaitán, con
un corto vivido gobierno por unidad nacional, le dan nueva vida, permite su
recuperación y le ofrece un precioso lapso de tiempo para purgar la policía y
recrudecer su política de represión para inmovilizar y empezar a echar para
atrás el ascenso popular. Ante esta realidad, los liberales optan por retirarse
del gobierno que han salvado, sin plantear la defensa de la población liberal
acosada por los matones del gobierno a todo lo ancho y a lo largo del país. A
partir de 1949, la represión se destaca también contra los dirigentes de los
liberales colaboracionistas y muchos se exilan.
El campo cruje bajo el peso de las hordas que
organizan terratenientes y gamonales conservadores, además de las mismas
fuerzas oficiales, que recurren a las regiones más atrasadas del país para
reclutar adictos, los que serán llamados "chulavitas" y pájaros por
la población perseguida. Se impone un verdadero reino de terror en el campo.
Las propiedades de los terratenientes liberales son asoladas, haciendo fugar a
sus arrendatarios y aparceros o a los campesinos parcelarios no definidos como
conservadores, por medio de la funesta "boleta", que es un ultimátum
de asesinato para los que abandonen rápidamente la región. Los mayordomos de
las haciendas cumplen un papel destacado en la represión y muchos se enriquecen
en base a los despojos de muertos y emigrados. En la región cafetera, que es
base de masas del Partido Conservador, las fuerzas políticas se polarizan aún
más que en otras regiones, lo cual da lugar a un verdadero baño de sangre.
La Iglesia, que es uno de los más importantes soportes
ideológicos de las relaciones serviles, interviene en favor de los conservadores
y esto resquebraja su credibilidad, por lo menos frente a parte importante del
campesinado liberal. Las "sanas" costumbres de los agregados y
aparceros que son a la vez indicativos del carácter servil de sus relaciones
con sus patronos se corroen en el proceso de guerra abierta y cuando ésta
culmine será difícil reproducir las antiguas relaciones.
La expulsión de campesinos es cuantiosa, aunque no
es posible calcular el número exacto. Si los muertos producidos por la
violencia se calculan entre 200 y 300.000, los emigrados durante la
confrontación deben alcanzar 3 o 4 veces esos montos. En regiones de pequeña
propiedad, y aún de gran propiedad, la tierra se da barata y rápidamente, más
barata aún por parte de los boleteados que deben abandonar precipitadamente una
determinada región, un poco menos para los propietarios ausentistas que no osan
volver a organizar sus fincas y optan por vender a menos precio.
La persecución sistemática desata una creciente
resistencia liberal y comunista de base. Los hombres huyen al monte, consiguen
armas y primero se defienden para luego empezar a contra-atacar a las bandas
armadas conservadoras y a la policía. Las guerrillas liberales se organizan
cada vez mejor y establecen comandos, como los de los llanos orientales y los
de las zonas con tradición de lucha campesina, organizados por el Partido
Comunista, los cuales se dotan de un programa de reforma política y agraria y
avanzan a nuevas regiones, donde hasta el momento se han desarrollado bandas
armandas que se dedican al bandolerismo retaleatorio contra los conservadores,
sin tener una visión política de la situación.
La situación empieza a cambiar cualitativamente con
la extensión del movimiento campesino en armas. El ejército interviene de
manera creciente, porque las fuerzas paramilitares de los conservadores y la
policía no pueden manejar una situación insurreccional de masas en amplias
regiones del país. A partir de esta situación de avance del movimiento
campesino, la actitud del ejército frente al gobierno de Laureano Gómez se
vuelve ambigua y éste comienza a resquebrajarse.
Los proyectos políticos de Gómez incluyen una
reforma a la Constitución de corte falangista y corporativo que no tiene
capacidad de lograr hegemonía entre las clases dominantes y menos aún ser
aceptada por ningún sector de masas, lo cual hace que sean rechazados. Lo que
preocupa verdaderamente al disgregado bloque de poder es el avance y la
generalización de la situación insurreccional en el campo, situación que es
alimentada por la política de guerra que viene implementando el gobierno contra
la oposición y que en vez de liquidar la resistencia armada no hace más que
multiplicarla.
La dirección liberal negocia con el sector
ospinista del conservatismo, que se ha empezado a diferenciar del gobierno por
su fracaso político y militar frente a la resistencia armada, y negocia con
base en el poder militar que han desarrollado las bases campesinas y sus guerrillas,
sin ningún apoyo firme de parte de esa dirección. Los ospinistas, a su vez,
capitalizan la diferenciación política que se da entre los altos mandos del
ejército, le retiran paulatinamente su apoyo al gobierno y le organizan el
golpe militar del 13 de junio de 1953, bajo el mando del general Gustavo Rojas
Pinilla. La dirección liberal entra a ejercer su influencia para desmovilizar y
desarmar las guerrillas, lo cual garantiza la política de suspender la guerra
contra las masas liberales. El gobierno militar actúa bajo un programa de paz y
amnistía y logra un apoyo inmediato dentro de las clases dominantes y
dominadas.
Por un tiempo apreciable, el gobierno militar es
manejado por el sector ospinista que ocupa los cargos más importantes del
gabinete, pero la crisis política ha vulnerado tanto las avenidas de
representación dentro de la clase dominante, que Rojas se erige en un bonaparte
del trópico, como ámbito de las clases en conflicto y desarrolla un equilibrio
basado en el apoyo de capas populares urbanas y de sectores terratenientes, lo
cual le presta una gran autonomía frente a todos los sectores políticos de las
clases dominantes.
Es así como el gobierno militar desarrolla un
proyecto cesarista que entrará en contradicción con la mayor parte de las
fracciones políticas del bloque de poder, el cual necesitará unificarse bajo un
nuevo proyecto para derrocar al dictador. Lo que si es indudable que logra
este gobierno es desmovilizar las regiones más insurreccionadas, en particular
los llanos orientales, aunque no logra lo mismo en las zonas de influencia
comunista, pero de todas maneras despeja el camino contra una posible
revolución agraria y defiende en últimas los intereses de largo plazo de todos
los grupos de poder.
De esta manera, la política del gobierno militar
sienta todas las condiciones para constituir la unidad política perdida entre
las diversas fracciones de la clase dominante y para que una de ellas tenga la posibilidad de ejercer su hegemonía en el futuro. Cumple entonces el gobierno de Rojas el papel clásico de los regímenes de carácter bonapartista de erigirse en forma absoluta durante períodos de aguda crisis política y social y de ascenso del movimiento popular, para restaurar las antiguas relaciones de dominación política.
las diversas fracciones de la clase dominante y para que una de ellas tenga la posibilidad de ejercer su hegemonía en el futuro. Cumple entonces el gobierno de Rojas el papel clásico de los regímenes de carácter bonapartista de erigirse en forma absoluta durante períodos de aguda crisis política y social y de ascenso del movimiento popular, para restaurar las antiguas relaciones de dominación política.
El movimiento campesino en armas es así
desmovilizado, por un lado, cuando todavía no ha encontrado una dirección
nacional y no ha perfeccionado un programa político y económico y mermado, por
otro lado, porque los líderes más prominentes que han surgido de la lucha son
asesinados en tiempos de paz. Las zonas comunistas serán atacadas más adelante
por el ejército, entre 1964 y 1966, pero no podrán ser aplastadas ni política
ni militarmente y de allí surgirán las FARC que hasta hoy se mantienen activas.
Las zonas de violencia entran a ser reorganizadas
por el gobierno militar y por las administraciones bipartidistas que le siguen:
se trasladan núcleos enteros de población de uno u otro color político para
aislarlos de la contienda partidista, se otorgan créditos en las regiones más
devastadas, se declaran inválidas las transacciones de tierras hechas durante
la guerra para que puedan ser demandadas y si acaso restituidas a sus
poseedores originales, se abren nuevas zonas de colonización vigiladas por el
ejército y se trata infructuosamente de atender a los cientos de miles de
damnificados que han llegado a las ciudades huyendo de la guerra. Todo esto es
muy poco para las profundas heridas que ha legado la violencia sobre el cuerpo
social de la Nación y en particular para compensarlas.
Si bien el movimiento campesino ha sido debilitado
en términos militares y políticos no es tampoco aplastado y sigue desarrollando
actos de resistencia que están en la base de la política de reforma agraria que
desarrolla más adelante el Frente Nacional para neutralizar en alguna medida
las razones del conflicto social.
Existe la interpretación en Colombia de que la
violencia es un proceso de restauración feudal y que, en consecuencia, frena el
desarrollo del capitalismo a nivel nacional. Sin embargo, aún en el plano de
los proyectos políticos más reaccionarios, se trata de promover el desarrollo
de la acumulación, manteniendo los derechos de propiedad de los terratenientes;
en el plano social, la violencia no puede restaurar todo un sistema político y
social, de sujeción de hombre y tierras que había sido vulnerado en sus
cimientos por el movimiento campesino y por el desarrollo mismo del capital
desde principios de siglo. En vez de contribuir a reafirmar el viejo sistema
de producción la violencia hace exactamente lo contrario: destruye los vínculos
de dependencia personal de los arrendatarios con los terratenientes y hace que
los mecanismos extraeconómicos se tornen inoperantes en la mayor parte de las
regiones afectadas por la guerra después de que ésta culmina. El inmenso
desajuste social, político, ideológico y de localización misma de la población
termina por vulnerar las bases del viejo régimen de producción, lo cual también
aplica a amplios sectores de la economía campesina que se ven sacudidos por el
conflicto.
Los vínculos de la propiedad territorial también
sufren profundas modificaciones como consecuencia de la guerra. La tierra será
mucho más móvil ahora, tanto en zonas de gran como pequeña propiedad, que
antes de que todo ese mundo que funcionaba bajo el lento ritmo de la renta
arrancada al pequeño arrendatario o por la reproducción de la unidad parcelaria
se viniera estruendosamente abajo en las llamas de la guerra partidista.
Existen múltiples evidencias de que los valores territoriales tuvieron una
apreciable baja durante la guerra, lo cual favoreció al empresariado agrícola
que venía surgiendo de entre pájaros, mayordomos y agresivos empresarios que
sacaron el máximo provecho del gran desajuste social. Terratenientes de bando
equivocado en determinadas regiones optaron por vender a los violentos kulaks o
arrendar a la emergente burguesía agraria, debilitándose los viejos sistemas de
explotación ausentista.
Pero es más, la movilidad de los hombres se hace
excesiva después de la violencia, no sólo por los cientos de miles de emigrados
sin medios de vida ni producción, sino porque la acumulación dentro de la misma
economía campesina, sobre todo la cafetera, concentrada durante la violencia,
aumenta la diferenciación de clases y el número de obreros. La economía
campesina a partir de este momento se transforma más claramente en una máquina
expulsora de población, lo cual se agudiza con la competencia que impone la
agricultura comercial sobre los cultivos parcelarios, contribuyendo no tanto a
la diferenciación de las clases entre el campesinado, sino a la pauperización
de los productores de ladera.
El exceso de hombres que se empieza a manifestar
entonces conduce a una baja de los salarios reales urbanos y rurales. El exceso
de brazos es especialmente notable durante los años 50 en el Valle del Cauca y
en la región de Armero, en el departamento del Tolima, que reciben miles de
migrantes que entrarán a ser los brazos baratos con que se nutre el vigoroso
desarrollo del capital que empiezan a vivir esas dos regiones.
El mismo desarrollo capitalista ya había dislocado
todas las variables demográficas y por un tiempo se expresaría en un aumento
significativo de la población, resultado de una reducción de la morbilidad
infantil y de un aumento de la esperanza de vida. La medicina y las nuevas
drogas se venían generalizando entre la población, más como resultado de la
expansión del mercado que por acción del gobierno, aunque después también
mejorarían los servicios públicos de salud.
El dislocamiento poblacional anterior, sin embargo,
se acentuaba por la violencia y se hizo más evidente en los años cincuenta y se
toma conciencia, particularmente durante el gobierno de Alberto Lleras Camargo
(1958-1962), de que existe una inmensa población sobrante que se concentra en
grandes anillos tuguriales alrededor de las principales ciudades del país y que
eventualmente serán criaderos masivos de delincuencia. Pero aún antes de esta
toma de conciencia, no era nada evidente de que sobrara población: recuérdese
que sólo 30 años antes se había dado una gran escasez de mano de obra
asalariada.
Aparecen hacia el final de la década del cincuenta
corrientes neomalthusianas que le adjudican el desempleo y la miseria a
perversas tendencias reproductoras de la población y se establecen en forma
privada, pero apoyadas por el gobierno, programas de control natal que serán
bienvenidos por la mayor parte de la ciudadanía, a pesar de una cerrada
oposición de la Iglesia católica y de algunos maoístas. El programa es tan
exitoso que contribuye a que la tasa de natalidad se reduzca del 3.3% anual en
los sesentas, al 1.8% en los ochentas. Se puede hablar quizás de un
"milagro demográfico", pero es más bien el resultado natural de un
proceso demasiado rápido de modernización y adaptación de la familia a las
nuevas condiciones propiciadas por el capitalismo: la mujer entra al mercado
de trabajo, se independiza y exige controlar su cuerpo, la necesidad de
familias más pequeñas, el descubrimiento de la libertad sexual y los cuidados
que exige y la responsabilidad frente a los hijos.
La vía del desarrollo terrateniente expresa de esta
manera sus contradicciones en la misma conformación urbana que exhibe un
monstruoso mercado de trabajo, en el que sobran entre el 25 y el 35% de sus
aspirantes. Por otra parte, el monopolio territorial no permite que la economía
campesina se expanda y por el contrario la hace expulsar sus efectivos
poblacionales. Todos estos problemas, estancamiento productivo, creciente
superpoblación que aparenta ser absoluta frente a la débil acumulación e
inestabilidad política que le produce la insurgencia de los desocupados y el
ascenso de las luchas obreras son las contradicciones que minan la marcha del
endeble sistema capitalista en Colombia, que poco ha resuelto su agudo problema
agrario durante los años 60.
4. El reformismo de nuevo
A. Las políticas agrarias
Si la etapa de reforma que se cierra en 1936 estaba
dirigida a ajustar las relaciones de trabajo y de propiedad en el campo, frente
al avance del capitalismo y a responder las demandas del movimiento campesino,
el reformismo que se inicia en 1961 pretende más solventar los problemas
legados por la guerra en el campo que asegurar condiciones de desarrollo
capitalista, que de todas maneras ya estaban dadas. Los cientos de miles de
emigrados y de transacciones forzadas de tierras, los cambios profundos en las
estructuras políticas locales, la posibilidad de que las zonas comunistas,
autorrestringidas por una política de defensa y no de expansión, se
multiplicaron y profundizarán el enfrentamiento clasista en el campo; en fin,
toda una paz social perdida por tanto tiempo, hacen urgente hacer concesiones
al campesinado.
Esta realidad está en la base del programa social y
económico del Frente Nacional que, a la vez que establecer un monopolio político
del liberalismo y del conservatismo, plantea la necesidad de "una reforma
de la estructura de la propiedad en el campo", acompañado de una política
de relativa libertad sindical legalización del partido comunista, imperio del
régimen constitucional, que será la excepción frente al estado de excepción con
que se gobernará durante todos los gobiernos del Frente Nacional. Sin embargo,
el bipartidismo continúa siendo un régimen con escasa base política y no puede
operar sino por encima de sus propias reglas de juego democrático, es decir,
por medio del estado de sitio permanente.
El plebiscito de 1958 consulta al electorado en
relación con la paz social -todos quieren obviamente la paz- pero lo hace al
aprobar al mismo tiempo un férreo sistema de alternación presidencial entre
los dos partidos históricos con unas reglas de "paridad política" en
el aparato de Estado, que excluye cualquier posibilidad de que la ciudadanía
revoque su mandato o castigue el mal gobierno optando por una agrupación
política distinta. De esta manera, el pacto aludido corrobora el hecho de que
la guerra ha sido ganada por los conservadores, especialmente por la manera
como han sido desmovilizadas las guerrillas liberales. Con menos del 40% de la
votación popular, los conservadores tienen "derecho" a dos períodos
presidenciales que suman 8 años de 1958-1974 y a la mitad de la fronda
burocrática del gobierno a todos sus niveles. La violencia y la manera como se
transa con el movimiento insurreccional, da la medida del peculiar régimen
político vigente en el país: al lado del monopolio bipartidista y la
desproporcionada representación conservadora, se dan las libertades públicas
básicas, recortadas por el régimen cuasi- permanente de excepción. La violencia
se convierte en tema tabú para el país frentenacionalista. Las
responsabilidades políticas por el genocidio son perdonadas y olvidadas.
Connotados dirigentes de la represión figurarán en ministerios, gobernaciones y
alcaldías. Algunos pueblos tradicionalmente liberales pasan a convertirse en
fortines conservadores. Cuando en 1963 se publica el estudio La
Violencia en Colombia, del padre Germán Guzmán, Orlando Fals Borda y Eduardo
Umaña Luna, el libro será recogido de las librerías durante algunos días pero
resulta difícil justificarlo y sale a la luz pública causando gran impacto.
Todavía en 1977, cuando se pasa por la televisión la novela sobre la violencia
de Gabriel García Márquez, La Mala Hora, el Partido Conservador y los mandos
militares no ahorran recursos para impedir su difusión masiva, pero sale al
aire y conmueve sobre todo al público que alcanzó a vivir la experiencia,
sorprendiendo también a la juventud que poco ha sido informada sobre la guerra
civil.
La coyuntura internacional de los años 60 hace aún
más apremiante el reformismo agrario. Tanto la administración Kennedy como las
clases dominantes nacionales, comprenden que la revolución cubana muestra con
claridad que los problemas del campesinado y los que acarrea la dominación
imperialista pueden ser resueltos con la instauración del socialismo. Los
planes de ayuda norteamericanos adquieren un cariz reformista y la Alianza para
el Progreso emerge como alternativa de la vía cubana que de todas maneras ha
electrizado al continente, sobre todo a la juventud, y lo seguirá haciendo en
los años que siguen. El programa bipartidista de reforma agraria, acordado en
1957, dentro de los pactos que dan cuerpo al Frente Nacional, recibe gran apoyo
norteamericano. Esta confluencia de hechos e intereses nacionales e
internacionales hará de Colombia la vitrina de la alianza, pues tiene aprobado
legislativamente su estatuto de reforma agraria en 1961, un año después de la
conferencia de Punta del Este, la cual traza la estrategia reformista en el
continente.
La reforma agraria colombiana hace bien poco por
impulsar la vía democrática de desarrollo capitalista en el campo. La alianza
de clases que diseña y aprueba la reforma excluye cualquier representación del
campesinado. Tal bloque está compuesto por sectores modernos como financistas
cafeteros, industriales y algunos sectores empresariales del campo. Se oponen a
la reforma los representantes más recalcitrantes de la renta territorial, como
son algunas fracciones del Partido Conservador (en particular Alvaro Gómez
Hurtado, hijo del expresidente Laureano Gómez) y la Anapo, todavía no
conformada como movimiento que sigue a Rojas Pinilla y que se desarrollará
ampliamente durante los años 60, pero que incluye este tipo de sectores.
La reforma es justificada en el plano ideológico
como cura a los problemas de estancamiento industrial que plagan al país desde
1957; se habla de una insuficiencia del mercado interno y de fallas
"estructurales" de la agricultura problemas ambos que pueden ser
resueltos favorablemente con la redistribución de la propiedad agraria y la
creación de una importante clase media rural, lo cual a su vez sentará bases
firmes para una verdadera democracia parlamentaria en Colombia.
Los términos para la reforma son moderados para los
terratenientes aunque no deja de molestarlos. La expropiación requiere de
largos trámites e indemniza en base a avalúos generosos, pero utiliza un
sistema de pago no muy líquido que proteje poco a los afectados de la inflación
que por estos años ronda en niveles bastante altos. Los verdaderos términos de
la reforma están dados por el hecho de que se necesitarán varias decenas de
veces el presupuesto nacional para adquirir las 13 millones de hectáreas que
monopolizaban unos 8.000 individuos en 1970, según censo agropecuario de ese
año. El censo mostraba además de que había 1.000 explotaciones de más de 2.000
hectáreas de extensión que ocupaban el 25% del área agropecuaria del país, en
tanto que los campesinos con menos de 10 hectáreas tenían sólo el 7.5% del
mismo área en uso.
El nuevo estatuto establecía que la tierra debía
ser catalogada como "inadecuadamente explotada" para poder ser
expropiada. Fuera de la largueza conque se podía juzgar lo adecuado o no en la
explotación de una determinada hacienda, la ley hacia difícil intervenir al
Instituto de Reforma Agraria (Incora), doquiera que el capital había organizado
la producción agrícola. Evidentemente, el Incora no intervino ninguna región
de agricultura comercial y una vez que lo intentó en la región de Jamundí, en
el Valle del Cauca, la oposición fue tan irascible que la medida fue suspendida
sobre la mayor parte de las tierras que iban a ser afectadas.
La política de titulación de baldíos del Incora fue
un poco diferente a la de expropiación, porque la presión sobre la frontera
agrícola aumentó considerablemente con los emigrados de la guerra. La reversión
al Estado de las tierras en propiedad pero no habilitadas, entró a operar ahora
con mayor plenitud que en los intentos reformistas pasados. Los grandes
propietarios pretendían menos ahora que antes la posesión de regiones no
civilizadas, aunque no dejaban de presentarse conflictos en la medida en que
tales regiones empezaban a ser integradas al mercado nacional. La nueva situación
política lleva incluso a muchos terratenientes a afirmar que es mejor abrir la
colonización que hacer reforma agraria y exageran las bondades de la selva y la
cantidad de tierras disponibles.
La titulación de colonos será entonces el único
campo en el que el Incora tendrá un efecto importante, con cerca de 4 millones
de hectáreas tituladas entre 1963 y 1977; sin embargo, tales títulos no serán
garantía para resistir las bandas armadas de los terratenientes o a los mismos
detectives rurales, cuando las zonas de frontera tengan posibilidad de
valorizarse o cuando las reses de los grandes propietarios requieran del
espacio vital de los colonos. Los campesinos de estas regiones responden a
estas presiones prestándole apoyo a los grupos guerrilleros que se forman
precisamente en zonas de frontera o se organizan políticamente para defender
sus derechos.
Cuando tal situación de ausencia del Estado
facilita el desarrollo de cultivos de marihuana y coca y de establecimiento de
laboratorios de cocaína, el conflicto en las zonas de colonización estallará
en varias direcciones: asociación entre guerrilla y traficantes y la imposición
de tributos como el gramaje que implica corrupción cierta para el purismo
ideológico de los movimientos político-militares, organización de paramilitares
que trabajarán a veces con el ejército en la liquidación de las bases sociales
de la guerrilla o en la física liquidación de los cuadros políticos de la
Unión Patriótica entre 1987 y 1990; por último, ataques de la fuerza pública
contra laboratorios y plantíos que daña a una numerosa población comprometida
en una de las pocas actividades cuya renta cubre los costos de transporte.
Por fuera de las áreas de colonización, el Incora
no llega a afectar 200.000 hectáreas en todo su período de vida en la forma de
expropiación. De las 13 millones de hectáreas monopolizadas por los más grandes
latifundistas eso constituye sólo el 1.5%. En algunos casos los pagos se
hicieron con tan relativa liquidez que se torna en buen negocio ser "incorado";
de esta manera, un peculiar intermediario de tierras costeño, apodado el
"gallino", se especializa en este tipo de operaciones y termina con
múltiples procesos en su contra o más bien en su favor, descubriéndose que
fomentó varias invasiones de campesinos a sus predios para precipitar la
intervención del Incora.
B. El agotamiento del reformismo
El Incora empieza a funcionar en 1963. Existe por
un tiempo una gran expectativa dentro de los grandes propietarios por ver su
alcance, pero en la medida en la que se desarrolla su política comprenden que
van a ser afectados sólo ligeramente por la reforma. La amenaza legal siempre
tiene algún peso y hay propietarios que habilitan tierras para escapar a la
posibilidad de que estas sean juzgadas inadecuadamente explotadas; otros
dividen sus propiedades entre familiares y el resto arrienda a la burguesía
agraria bajo formas subrepticias de compañías limitadas, puesto que cualquier
arrendatario, pequeño o grande, tiene a su favor el estatuto legal de 1961 y
puede demandar propiedad sobre tierras que haya mejorado.
Ciertamente, las estadísticas sobre producción y
área sembrada bajo cultivos comerciales muestran poco, un presunto efecto que
pueda tener la reforma agraria sobre la inversión agrícola. La tasa de
crecimiento de los cultivos comerciales es de alrededor del 12% anual. El país
deja de importar algodón en 1960 y en 1965 está colocando excedentes en el
mercado mundial. Los cultivos de soya y sorgo se inician durante este decenio
y tienen un crecimiento vertiginoso. El arroz entra a ser dominado por la gran
agricultura comercial y abastece adecuadamente las necesidades internas, con
una relación de precios bastante favorable a los consumidores. La misma
ganadería aumenta también sus colocaciones en el mercado y no se nota durante
estos años ninguna tendencia a un sacrificio excesivo de vientres de cría, el
cual es el indicador principal de la inversión ganadera.
En la etapa que se abre a partir de 1955 a 1970,
los términos de intercambio entre campo y ciudad muestran una gran estabilidad
relativa y ya no se aprecia la ventaja abrumadora que solían tener los
agricultores y los ganaderos en relación con el resto de precios. Esta nueva
tendencia se explica de varias formas: la acumulación industrial va lenta
durante la mayor parte del período y en consecuencia la demanda agregada por
subsistencias y materias primas no es tan dinámica como antes, a lo cual se
agregan altas tasas de devaluación que encarecen sus insumos importados y hacen
que sus precios sean ascendentes, al mismo tiempo que se desarrolla
vigorosamente la gran agricultura comercial, elevando el nivel de
abastecimientos, lo cual hace que sus precios bajen frente al resto de precios;
se compensa lo anterior con aumentos importantes de la productividad del
trabajo y de la tierra que hacen rebajar su nivel de costos unitarios. Los
cultivos de tipo tradicional y mixto (donde existen explotaciones parcelarias y
comerciales) muestran, por el contrario, poco crecimiento y la relación de
precios los favorece ampliamente, a pesar de que las variaciones de esos
precios sean particularmente agudas, conformando una situación inestable para
el desarrollo de la inversión. En todo caso, los efectos de la reforma agraria
parecen favorecer el desarrollo de la gran agricultura comercial.
Bajo el mandato del conservador Guillermo León
Valencia (1962-1966) la reforma agraria no acaba de despegar. Las acciones del
Incora se concentran en las regiones que sufrieron una mayor violencia
política, pero su cobertura es estrecha y atiende sólo los casos de campesinos
organizados, pues los demás se encuentran dispersos en zonas de colonización o
refugiados en las ciudades y no tienen suficientes garantías para retomar al
campo y recuperar sus propiedades. En muchas regiones se ha formado una capa
de terratenientes nuevos con la violencia como el mestizo Montiel, el
comerciante Don Sabas y el alcalde del pueblo paradigmático de Colombia, donde
Gabriel García Márquez hace transcurrir la trama de su novela La Mala Hora. Muy
pocos de ellos se ven obligados a devolver las tierras que robaron o
adquirieron por muy poco dinero durante la guerra, aunque algunos tengan que
ceder parte para legalizar el resto bajo la supervisión del Incora.
Las regiones mejor organizadas política y militarmente,
como varios municipios de la región del Sumapaz, el Pato, Guayabero en el
Huila, y Marquetalia y otros más, todos relativamente marginales a la economía
nacional, son difamados por la prensa como "Repúblicas
Independientes", y contra ellas el ejército lanza varias campañas de cerco
y aniquilamiento; son bombardeadas en varias ocasiones y se utiliza el napalm,
todo para poder restaurar el poder de los grandes propietarios territoriales y
el de "la Nación" sobre este tipo de regiones.
Durante esta etapa se desarrollan nuevas
organizaciones guerrilleras que se desprenden del Partido Comunista y del
movimiento estudiantil. La escisión maoísta del PCC conforma el Ejército
Popular de Liberación, EPL, como brazo armado del PCC, que opera en la región
del alto Sinú, acercándose a la frontera panameña, en una zona de colonización
que a la vez es región ganadera latifundista. Del movimiento estudiantil y
orientado por el castrismo surge el Ejército de Liberación Nacional, ELN, que
actúa en la región también recientemente colonizada del Carare, en el
departamento de Santander y en el Magdalena medio y que recoge cierto apoyo del
campesinado. En los setentas surge el Movimiento 19 de Abril de la Juventud de
la Anapo, M-19, para conmemorar la imposibilidad de la vía electoral puesto que
aducen que su victoria en las elecciones presidenciales de 1970 les fue
arrebatada por medio del fraude bipartidista. Estos logran más apoyo urbano que
rural.
La radicalidad del movimiento guerrillero recoge
reivindicaciones reprimidas del campesinado y es respondida por el gobierno con
una combinación de acción militar para las zonas donde operan directamente los
grupos alzados en armas, apoyada además en campañas "cívico
militares" que pretenden ganarse políticamente a la población por medio de
campañas de sanidad, higiene y reparto de alimentos y, por otra parte, con la
intensificación del reformismo en el resto del país.
Durante la administración Lleras Restrepo
(1966-1970), la reforma agraria recibe un nuevo impulso en dos sentidos: se
organiza, por una parte, un movimiento campesino oficial, la Asociación Nacional
de Usuarios Campesinos ANUC, que tiene como fin agilizar y multiplicar los
servicios del Estado en materia de reforma agraria, a la vez que servir como
grupo de presión, sobre todo, como eventual ejército electoral del liberalismo;
por otra parte, se pasa una nueva ley que establece la afectación automática
por el Incora de predios explotados bajo relaciones precapitalistas, como las
agregaturas y aparcerías, con la obligatoria inscripción de los pequeños
arrendatarios en las alcaldías de cada municipio y vereda del país. Mientras el
gobierno "izquierdiza" al Incora, la ANUC, se politiza, pero no de
acuerdo con los intereses del liberalismo, sino levantando las reivindicaciones
que surgen de los siglos de opresión política y expropiación económica: reforma
agraria ya, la tierra para el que trabaja, tierras sin patronos, expropiación
sin indemnización, eliminación de intermediarios y usureros son las consignas que
se riegan como pólvora a todo lo largo y ancho del país.
La ley de arrendatarios y aparceros, mientras
tanto, opera más en el sentido de volver a precaver a los terratenientes para
que lancen a sus dependientes, que para adjudicar a todos los fundos que detentan
precariamente. De acuerdo con las estadísticas oficiales, entre 1968 y 1975, se
inscriben 76.000 pequeños arrendatarios dentro de un área de 545.000 hectáreas
en las alcaldías. Sin embargo, el balance final de otorgamiento de los fundos
antes arrendados en propiedad, sólo alcanza a 2.400 campesinos o sea menos del
2% de lo que figuraban como pequeños arrendatarios en el Censo Agropecuario de
1970.
En 1971, bajo el gobierno del conservador Misael
Pastrana Borrero, la ANUC hace un primer congreso y se dota de un programa
democrático que recibirá el nombre de "Primer Mandato Campesino",
donde se configuran los siguientes puntos como objetivos principales del
movimiento: eliminación del monopolio sobre la tierra y liquidación de la
propiedad latifundista, prohibición y liquidación de los sistemas aberrantes
de arrendamiento, aparcería, parambería, agregados, vivientes y similares,
entrega de la tierra gratuita y rápidamente a los que la trabajan o quieran
trabajarla, establecimiento de un régimen de grandes unidades cooperativas de
autogestión campesina y protección al pequeño y mediano propietario que explota
directamente su predio.
El movimiento campesino dotado de un programa y una
dirección se multiplica en todas la regiones del país. Para comienzos de 1972,
la ANUC se lanza a una coordinada acción de invasiones a escala nacional que
alcanzan más de 2.000, aunque no tiene suficiente fuerza para consolidar
muchas de ellas porque no hay fuerzas políticas urbanas importantes, en
particular un desarrollado movimiento obrero, que los apoye decisivamente. Aún
así, después de esta oleada y otras que le siguen en años más recientes, el
campesinado logra conquistar casi tanto como las 200.000 hectáreas que no acaba
de otorgar el Incora durante más de 14 años de existencia.
La movilización campesina de 1972 polariza al país.
Las clases dominantes se unifican para condenar las aspiraciones por la tierra
y acuerdan una suspensión inmediata de la política reformista. En una pequeña
población del departamento del Tolima, llamada Chicoral, se dan cita los
representantes del capital y la renta del suelo, los partidos tradicionales y
los Ministros del Despacho para acordar los lineamientos básicos de una nueva
política agraria, que se condensa en el abandono de toda pretensión distributiva
de la gran propiedad territorial. Este acuerdo se le conoce como el "Pacto
de Chicoral". Los terratenientes se comprometen por su parte a pagar
impuestos al Estado -han sido tradicionalmente los evasores más recalcitrantes
del fisco- lo cual se plasmará en la renta presuntiva introducida en la Reforma
Tributaria de 1974 bajo la administración López Michelsen; los grandes
propietarios reciben a cambio la garantía de no expropiación o pagos
prácticamente de contado en el remoto caso de ser intervenidos por el Incora;
se les ofrece además el reforzamiento del aparato de crédito por medio del
Fondo Financiero Agropecuario. Estos acuerdos programáticos se concretan en
las Leyes 4ª y 5ª de 1973.
La ANUC es debilitada progresivamente por la
represión y por el paralelismo de una segunda ANUC más moderada y apoyada por
el gobierno. La organización intenta defenderse a partir del Congreso que se
hace en Sincelejo en 1974, pero sólo empieza a recuperarse en 1977, cuando
logra reunir su IV Congreso en la población de Tomala en el departamento de
Sucre, cerca de uno de los baluartes campesinos, tierras ocupadas
victoriosamente por el movimiento en años pasados. En este último congreso, la
ANUC se plantea más moderadamente como un camino hacia la conformación de un
partido campesino, se apresta a dejar su tradicional política abstencionista en
las contiendas electorales y se hace a una plataforma nacionalista de reforma.
En los años subsiguientes la organización se debilita progresivamente.
En el campo del liberalismo, el candidato López
Michelsen enarbola un programa agrario desde 1973 que expresa que los tiempos
de reforma están enterrados indefinidamente para las clases dominantes
colombianas. Como candidato derrota a Lleras Restrepo en la Convención Liberal
de ese mismo año, precisamente sobre la base del agotamiento y fracaso de la
política reformista del segundo.
La nueva orientación en materia agraria se expresa
en el programa de gobierno que ha sido elegido por una abrumadora votación de 3
millones de votos, con el plan de Desarrollo Rural Integrado (DRI) que
reemplaza la reforma social agraria. El nuevo programa se pone en ejecución con
retardo en zonas de economía parcelaria, y tiende a favorecer al campesinado
rico y medio, pues sólo se otorgan créditos a propiedades mayores de 3
hectáreas y que puedan responder financieramente por los préstamos, con tecnología
adaptada a las condiciones sociales de este tipo de explotación, sumado a
organización cooperativa para el mercadeo y complementado con planes de vías,
salud, educación, etcétera.
Esta nueva orientación que sigue muy de cerca el
pacto de Chicoral se expresa también por la iniciativa del gobierno de López
de proponer y hacer aprobar por el Congreso en 1975 la Ley 6ª o de aparcería
que hace esfumar por último la presión reformista para que los terratenientes
más atrasados, que oprimen todavía al campesinado por medio de rentas
precapitalistas, se deshicieran de los vínculos de sujeción extraeconómica.
Según el Censo Agropecuario de 1970 había todavía 152.500 explotaciones de tal
tipo, menores de 20 hectáreas, que ocupaban unas 612.000 hectáreas, lo cual
equivale a una sexta parte de las explotaciones existentes en el campo
colombiano y a un 2% del área agropecuaria. La nueva ley garantiza que los
terratenientes que así gusten pueden continuar explotando a sus arrendatarios,
sin riesgo de que los fundos que estos ocupan puedan ser declarados de su
propiedad. La nueva ley elimina, de paso, el matiz de ambigüedad anotado atrás,
que abría la posibilidad de que un gran arrendatario capitalista demandara al
terrateniente por las mejoras introducidas en el lote arrendado y que había
dificultado en cierta medida la expansión del gran arriendo moderno. Se permite
incluso que las grandes haciendas hagan uso de las aparcerías para proteger
sus ganados del abigeato, por medio de familias campesinas, cuyo papel
principal es la de servir de "guachimanes", es decir vigilantes y no
de tributar rentas obsoletas a los grandes ganaderos.
Retorna de esta manera a su marca el péndulo
histórico del reformismo, caracterizado por fases relativamente cortas y
vacilantes de hacer concesiones a los campesinos, seguida por períodos extensos
de políticas represivas y de incentivos tributarios y crediticios para impulsar
la modernización de la gran propiedad o para agilizar su arriendo por parte de
la burguesía agraria.
C. Desarrollo agrario y mercado mundial
El avance de la agricultura comercial ha sido
sustancial en los últimos 40 años. Si en 1950 había unas 270.000 hectáreas
sembradas industrialmente, en 1990 hay más de 3.5 millones de hectáreas
cultivadas con base en el sistema de fábrica, contra unos 5.0 millones de
hectáreas de superficie agrícola disponible. Esto hace que aproximadamente el
70% de la producción agrícola del país en la actualidad en términos de valor
sea generada bajo relaciones modernas de trabajo.
Los cambios operados como resultado de la
industrialización de la producción agrícola y la tecnología disponible por la
denominada "revolución verde", además del uso de la maquinaria pesada
y de agroquímicos, transformaron la productividad agrícola hasta el punto de
hacer posible aumentar las ganancias de los empresarios agrícolas, incrementar
las rentas de los terratenientes y aún permitir un margen para una ligera baja
en los precios de los cultivos comerciales. Los conflictos tradicionales entre
burguesía industrial y agraria, y entre estas y los terratenientes, fueron
aminorados durante un período sustancial de tiempo, porque sus respectivos
ingresos tendían al aumento como resultado de la anotada estructura de precios
y rentas de la producción agrícola.
Sin embargo, durante el período 1970-1975 los
desequilibrios del mercado mundial trasformaron todas estas relaciones: los
terratenientes y los empresarios agrarios se beneficiaron a costa de una parte
considerable del fondo de salarios y una parte de las ganancias de la burguesía
industrial, en particular de la fracción de ella que trabaja para el mercado
interno. La bonanza cafetera iniciada en 1976, más los auges de las
exportaciones de droga, contribuyeron a acelerar la acumulación de capital y de
nuevo los precios agrícolas lideraron la inflación. La recesión de los ochenta
desinfló a la economía toda y los precios agrícolas se derrumbaron más que el
resto. La recuperación posterior, entre 1986 y 1990, vio de nuevo un auge
inflacionario, ahora sin precedentes, alimentado en parte por las exportaciones
agropecuarias a los países fronterizos.
La ganadería por su parte, monopoliza unas 23
millones de hectáreas, pero abandona las regiones más fértiles como el valle
del Cauca, el del Cesar, regiones del Tolima, Cundinamarca, Caquetá, etcétera,
para entregarlas al arriendo de los empresarios del campo. Existe cierta
racionalidad mínima en el empleo de las tierras por los ganaderos que utilizan
las regiones con buen régimen de aguas para la ceba de los animales, las más
salubres para la producción lechera que es intensiva en su manejo y el resto
como recintos de cría y levante, donde se mantiene un ganado flaco por
demasiado tiempo antes de que sea conducido a la ceba y de allí al degüello.
En todo caso, la productividad ganadera deja mucho
que desear y evoluciona con extrema lentitud: extrae comercialmente sólo entre
un 12 y un 15% del hato, cuando la extracción puede llegar a un 30%, las
condiciones de sanidad son precarias, la natalidad es baja y muy alta la
mortalidad. Todas estas variables han mejorado sustancialmente durante los
años ochenta, según un trabajo de Luis Llorente, en el cual se aprecia una
racionalización de los procesos combinados de producción de carne y leche, una
rotación más rápida del ganado que se lleva al mercado más joven y gordo que
antes y mejoras en las tasas de natalidad, por medio de la selección genética.
La realización del capital agrícola toma un curso
combinado: la agricultura comercial se expande primero con base en el mercado
interno, con fuertes dosis de financiación norteamericana, en especial para la
adquisición de maquinaria en el exterior, para más adelante colocar su
producción en forma creciente en el mercado mundial. Excluyendo el café de
consideración, la agricultura vende un 2% de su producto en los mercados
internacionales en 1960, pero cuadruplica esa proporción durante 1976. En la
década que sigue esta relación se revierte: se pierden exportaciones de
algodón, se estancan las de azúcar y sólo mantienen su dinamismo las de flores
y banano y las que tienen que ver con drogas. Con la ganadería ocurre algo
similar pero en forma más precipitada y sin verdadera capacidad para generar
excedentes de exportación: en 1968 no figuran exportaciones legales de ganado,
pero en 1973 saca un 10% del degüello al exterior, lo cual se rebaja un tanto
en los años que siguen por el cierre del mercado europeo, lo cual es algo
afortunado para los consumidores nacionales que han visto comprimido
considerablemente sus consumos en las fases exportadoras.
Sí hubo una política económica clara de parte del
Estado colombiano, fue precisamente la de crear todas las condiciones para que
las exportaciones, tanto de la agricultura como de la industria, crecieran
aceleradamente. El consenso general parte de la apreciación que es imperativo
salvar la crisis económica producida por el estrangulamiento del comercio
exterior que vivió el país entre 1956 y 1969, y de que esta crisis no vuelva a
repetirse. En este sentido, los instrumentos de la devaluación y la promoción
de exportaciones se desarrollan irregularmente hasta 1967, cuando es aprobado
un estatuto completo de comercio exterior que establece una exención de
impuestos a los exportadores de un 15% por peso exportado hasta 1975 y de un
12% hasta 1988 y muy reducidos en la economía abierta de hoy, y, además, de
llevar a cabo una lenta y constante devaluación del numerario local y otorgar
incentivos crediticios especiales y cuantiosos, que logran todos multiplicar la
tasa de ganancias del capital exportador y hacen que afine su mira hacia los
mercados internacionales.
Los productos que se exportan ya no son sólo café:
incluyen otros productos agrícolas (algodón, azúcar, banano y flores, y oleaginosas),
carbón y petróleo, manufacturas y semimanufacturas. En 1965 el café
representaba un 75% del valor exportado mientras que en 1974, antes de que se
produzca la bonanza cafetera, tal participación ha bajado un 40% y en 1990 es
del 35%. En términos absolutos, las exportaciones totales durante el decenio de
1960 son del orden US$2.500 millones y unos US$6.000 millones para 1990.
Las exportaciones señaladas incluyen un sospechoso
rubro de exportación de servicios que alcanza entre US$800 y US$1.500 millones
anuales durante la década de los ochenta, y que incluye exportaciones de
marihuana y coca, que como todas las exportaciones no tradicionales reciben
los beneficios devaluatorios que brinda el gobierno a los exportadores. No se
conoce exactamente el monto de la actividad en el cultivo de estas drogas.
Cálculos muy aproximados sitúan el tráfico anual que se reintegra a la economía
colombiana en la cercanía de los US$3.000 millones para 1990, lo cual ha traído
muy complejos problemas con la emergencia de una fracción de la burguesía de
extracción lumpenesca, muy violenta, que pretende ocupar el lugar que le
corresponde dentro del conjunto de la clase dominante colombiana. Mientras los
cultivos de marihuana ocupan un área considerable de la Sierra Nevada de Santa
Marta, los de coca se extienden a regiones del sur del país como los
departamentos de Nariño y Cauca, el Putumayo y el Caquetá; entre ambos,
brindan ocupación a un número no despreciable de agricultores, transportistas,
intermediarios, sicarios y cuellos blancos.
Una inclinación de las mafias ha sido la de
adquirir tierras en grandes cantidades, que según algún articulista pueden
llegar al millón de hectáreas, cifra que es apreciable sobre todo porque
resultan ser de buena calidad o en regiones que estaban siendo disputadas por
la guerrilla. En términos geopolíticos, los narcotraficantes estrecharon el
área de influencia del EPL en Antioquia, Urabá y Córdoba y rompieron la
continuidad de líneas de las FARC en el vasto territorio del Magdalena medio.
La multiplicación de la violencia en tales regiones, la generalización de
masacres a campesinos o pobladores de pequeños municipios, se debe en buena
medida a las organizaciones paramilitares financiadas con tales dineros. La
estrategia política de los narcotraficantes es enraizarse como grandes
propietarios y revivir los momentos estelares de los señores de la tierra,
buscando alianzas con
las derechas en las que militan muchos hacendados y algunas fuerzas del orden.
las derechas en las que militan muchos hacendados y algunas fuerzas del orden.
En las fases álgidas de las exportaciones
agropecuarias ha decrecido el abastecimiento interno de alimentos, por un lado
y, por el otro, se han introducido elementos de inestabilidad en relación con
la inversión que tiene lugar en el campo. Las bajas de inversión causadas por
las caídas internacionales de precios se ilustran con los casos del azúcar, el
algodón y la carne de res que en cierto momento conducen, con un rezago, a un
desabastecimiento del mercado interno. Los más castigados por la situación del
auge exportador y posterior derrumbe fueron los trabajadores pues el salario
real promedio de la industria se comprimió en cerca de un 8% entre 1970 y 1977.
Las bonanzas, tanto cafeteras como ilegales, han propiciado
situaciones negativas para el crecimiento económico y para frenar a las
exportaciones no tradicionales. Al fenómeno se le conoce como "enfermedad
holandesa", refiriéndose al caso de ese país que, al encontrar gas natural
en sus costas, comenzó a exportar y a devengar una alta renta del recurso
natural, la que financió importaciones excesivas y propició la revaluación de
su moneda, de tal modo que Holanda se desindustrializó: su industria no podía
competir contra las importaciones abaratadas por la cuantiosa renta de su
recurso natural ni exportar en forma rentable sus manufacturas.
Colombia experimentó una revaluación del peso entre
1978 y 1982 debido a la afluencia de divisas propiciadas por la bonanza
cafetera y por las exportaciones de drogas, la cual a su vez incidió en elevar
considerablemente la inflación. Las importaciones se multiplicaron y las
exportaciones manufactureras y agrícolas se vieron reducidas, afectadas
negativamente no sólo por la relación de precios contenida en una tasa de cambio
revaluada, sino porque la economía internacional entró en recesión entre 1979 y
1984. Tanto la industria como la agricultura nacionales contrajeron su
producción durante el período: la primera en un 3% entre 1981 y 1982 y la
segunda en un 5%, para después recuperarse con lentitud. Se formó un gran
déficit externo y en 1983 se estuvo al borde de una crisis cambiaria.
Tal situación de desequilibrio cambiario tuvo que
ser corregida; a partir de 1983 se aplicó una política sistemática de devaluación
que para 1990 había tornado el problema al revés: excesos de exportaciones e
importaciones muy encarecidas y acumulación de presiones inflacionarias.
En balance, la década de los ochenta fue de un
comportamiento aceptable para la agricultura, a pesar de que los primeros años
de la década estuvieron marcados por la recesión anotada: el producto del
sector se incrementó entre 1980 y 1989 a la tasa promedio del 2.7% anual,
mientras que el crecimiento demográfico se mantenía por debajo del 2%. Se dio
de esta manera un mejoramiento de la oferta general de alimentos, aunque en
forma lenta y con bruscas oscilaciones. Tal crecimiento tuvo lugar en la
segunda mitad de la década puesto que hasta 1986 hubo una contracción de la
producción, seguida de una recuperación apreciable de allí en adelante,
destacándose 1987 y 1989 como años de crecimiento extraordinario del PIB
agropecuario: 6.4 y 4.9% respectivamente. Para 1990 se volvió a tener un
crecimiento cercano al 5%.
La producción dirigida al mercado interno aumentó
más aún si se considera que el café obtuvo un crecimiento negativo durante la
década. Sin embargo, en 1990 la producción cafetera aumentó un 16% y
explica en buena medida el alto crecimiento del sector observado para el mismo
año.
Hubo también una reducción de las importaciones de
alimentos, particularmente de grasas y aceites (US$164 millones en 1981 y US$50
millones en 1989), sustituidos por la producción de aceite de palma, el cultivo
estrella de la década, con un crecimiento promedio anual del 13.5%, pero
también en cereales como el trigo, cuya producción nacional pasó de 46.000 tons
en 1980 a 80.000 tons en 1989. Otros cultivos de crecimiento destacado fueron
el sorgo (5.5% anual); el cacao (5.3%) y la papa (5.1%), mientras que el
fríjol, el maíz y el banano rondaban un 2% anual de crecimiento. Decrecieron
el ajonjolí (-4.0% anual); el tabaco
(-4.1%); la yuca (-3.6%); la cebada (-2.8%) y el algodón (-2%), este último azotado por condiciones internacionales adversas que detuvieron su exportación.
(-4.1%); la yuca (-3.6%); la cebada (-2.8%) y el algodón (-2%), este último azotado por condiciones internacionales adversas que detuvieron su exportación.
Como se anotó antes, las exportaciones no fueron
tampoco un aliciente importante de la producción agrícola, con la excepción del
banano, en el que Colombia se colocó como tercer productor mundial, con
exportaciones registradas del orden de los US$230 millones anuales y de las
flores con montos que también giran alrededor de la misma cifra. En algodón y
azúcar hubo serios problemas de sobreproducción internacional en varias
ocasiones que hicieron difícil mantener crecientes niveles de producción.
Las tradicionales políticas de protección al sector
frente a la competencia internacional, reforzadas por la devaluación real que
experimentó la moneda nacional a partir de 1983, y de precios de sustentación
de 1987 en adelante que se incrementaron notablemente en forma expresa para
favorecer la producción, contribuyeron posiblemente al crecimiento aludido
durante el segundo lustro de la década, pero así mismo a que se dispararan sus
precios, por comparación con los del resto de la economía. Los excedentes
obtenidos durante 1989 en particular debieron ser absorbidos por el Idema en la
forma de inventarios y exportaciones a pérdida que redujeron drásticamente sus
reservas financieras.
Los términos de intercambio entre el campo y el
resto de la economía mostraron durante la década un deterioro para el último
que jalonaron los crecientes índices de 1987 en adelante y la alta inflación
del 32.4% con que se remató la década. Según un informe de Fedesarrollo,
"el incremento de precios relativos de los productos agropecuarios tuvo un
papel decisivo en la aceleración inflacionaria de todos los demás sectores
durante el período analizado" (1985-1990).
Lo anterior significa que hemos progresado bastante
pero no estamos lejos del problema con el que comenzamos esta historia: el
campo no responde adecuadamente a las necesidades del desarrollo económico y
cada vez que hay excesos de demanda, ya sean externos o internos, contribuye a
desajustar el nivel de precios, condenándonos a la inflación. El poder recurrir
a las importaciones ocasionalmente y después de mucho forcejeo intergremial, ha
contribuido a que cada vez que se aceleran la acumulación y la demanda sobre el
sector, se obtengan índices de inflación cercanos al 30% anual.
La apertura de la economía es presentada como una
panacea para obtener todos los productos a su más bajo precio posible, pues si
la producción interna no compite con la internacional debe eventualmente
desaparecer. Tal ha sido la política de todos los gobiernos de 1974 en
adelante, pero sólo en 1990 se alcanza a tener una eliminación de los sistemas
de racionamiento de las importaciones y se tiene el compromiso de ir reduciendo
los aranceles progresivamente, para dejarlos en un 15% en 1994 de un nivel del
50% en 1989 y de un 43% en 1990.
Sin embargo, y dado que los países avanzados, en
particular el Japón y la Comunidad Europea, protegen exageradamente a sus
respectivos agricultores, la política de apertura ha establecido salvaguardas
especiales para la importación de productos agropecuarios que incluyen franjas
de precios, compensación arancelaria frente a subsidios y controles
antidumping. De todas maneras, la apertura para la agricultura puede significar
una mayor especialización en productos de exportación, favorecidos por insumos
importados más baratos que incidirán en costos de producción posiblemente
menores, y un recurso a mayores importaciones para abastecer adecuadamente al
mercado interno, de tal modo que, si funciona, veremos en el futuro unas
oscilaciones de precios más influidas por el mercado mundial que por las
condiciones internas de demanda, de tal modo que podríamos esperar una menor
influencia de la agricultura en la inflación y ésta de menor intensidad.
Si el futuro económico del campo no aparece tan
sombrío, el panorama político es un tanto más complejo: la desmovilización de
varias organizaciones político-militares de izquierda, como el M-19, el EPL, el
PRT y el Quintín Lame no han sido acompañadas por el desmonte de los grupos
paramilitares, con algunas excepciones regionales, proceso que es muy oscuro
porque éstos se refugian en el anonimato y las acciones soterradas. Al mismo
tiempo, los dos grupos mayores, las FARC y el ELN, controlan amplias regiones
del país de frontera y entran en un complejo proceso de negociación con el
Gobierno. Un hecho esperanzador es que ambos grupos están presionados por dos
hechos trascendentales: el derrumbe del socialismo internacional y el relativo
éxito político de las organizaciones que se desmovilizaron y entraron a
participar en la vida ciudadana nacional.
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