martes, 27 de marzo de 2012

1. HISTORIA DEL CAMPO


El Desarrollo Histórico del Campo Colombiano
Un rápido balance de la situación agraria en Colombia, cuando nos aproximamos al tercer milenio, indica que se ha profundizado el desarrollo capitalista en amplias regiones del país, que muchas unidades campesinas son más viviendas de trabajadores que verda­deras bases productivas y que la tierra ha adquirido una gran movilidad, particularmente durante la década de los ochenta, cuando enormes capitales forjados en el narcotráfico presionaron los valores rurales hacia arriba. Al mismo tiempo, sin embargo, la economía campesina ha retenido su importancia y aún se repro­duce en las áreas de frontera, en algunas ocasiones valorizada por los cultivos de marihuana y coca.
En un período relativamente corto de tiempo, el que va de 1938 a 1985, la población rural pasó al 70.1 al 28% del total. Durante ese mismo período, pero con una base anterior que puede situarse en 1928, cientos de miles de pequeños arrendatarios de las ha­ciendas (llamados localmente concertados, agregados, terrajeros, parámetros, medieros, etcétera), se liberaron de las prestaciones obligatorias que le debían a los terratenientes mediante su lucha o fueron expulsados de sus fundos. Una minoría de campesinos arrendatarios logró la propiedad de sus parcelas, pero la mayoría fueron lanzados a engrosar el ejército de empleados y desemplea­dos urbanos y rurales o adoptaron por irse a abrir selva como colonos.
La misma frontera agrícola, sin embargo, les es disputada por comerciantes devenidos en latifundistas, lo cual, sumado a la ausencia de los servicios del Estado, contribuye a que la pobla­ción colonizadora constituya la base social más importante del movimiento guerrillero colombiano. Tales regiones se convirtie­ron en los ochenta en escenario propicio de acción de agrupacio­nes paramilitares, frecuentemente financiadas por narcotrafican­tes y apoyadas por latifundistas locales. Es allí, desde el Magdalena medio, el Caquetá y el Putumayo hasta los llanos y las regiones del Urabá, donde se concentran los conflictos más vio­lentos que arrastra a sus poblaciones a condiciones fáciles de muerte e infernales de existencia.
En el proceso histórico que describimos, las haciendas se trans­formaron lentamente, unas arruinándose en el proceso, otras arrendando sus tierras a una agresiva burguesía agraria que surgió en el proceso y las más lograron transformarse en capita­listas. Entre tanto, la economía campesina vivió un proceso muy desigual de diferenciación de clases en su interior: sólo las regiones cafeteras, y algunas pocas zonas del altiplano sabanero (que geográficamente rodea a Bogotá y se extiende, con interrup­ciones, hasta más allá de Tunja) y otras contadas regiones del país ocupadas parcialmente generaron amplias capas de campesinos ricos, medios y pobres; la mayor parte de la economía campesina, que ocupa pobres tierras de vertiente, experimentó una muy limi­tada diferenciación, cayendo más bien en la pauperización dentro de un proceso de creciente atomización de la propiedad y sufrien­do una expulsión demográfica apreciable, especialmente de sus efectivos más jóvenes y capaces.
Centrando la atención sobre el papel jugado, tanto por la econo­mía campesina, como por la terrateniente en las distintas etapas de desarrollo del país, se puede apreciar que la primera fue el eje de la producción cafetera de exportación, llave del desarro­llo capitalista del país y de la multiplicación de sus fuerzas productivas, a la vez que base y abastecedora fundamental del mercado interior hasta los años 50, mientras la economía terrate­niente, sobre la cual se basó la agricultura comercial, se tomó en epicentro del desarrollo agrario de la segunda postguerra en adelante.
Antes de eso, la gran propiedad territorial permaneció inmóvil por mucho tiempo e impedía la acumulación nacional al sujetar hombres y tierras ad absurdum. Sólo cuando se rompieron las principales barreras sociales y políticas que impedían su movili­dad, la gran hacienda empezó a tornarse en objeto de arriendo o sus herederos se transformaron en empresarios. Regiones antes dedicadas a la ganadería extensiva, caracterizadas por ser muy fértiles, fueron invadidas por los cultivos comerciales de la caña de azúcar, el algodón, arroz y sorgo o también se intensifi­caron en la explotación del ganado de leche.
La alternativa entre el desarrollo basado en la economía campesi­na o la transformación lenta de la hacienda, se abrió con las luchas campesinas de fines de los años 20 y se cerró con la derrota del movimiento democrático en el país, durante los años 50. Las consecuencias sociales del desarrollo capitalista por la vía terrateniente fueron graves: el régimen político nacional y local continuó apoyado en las viejas clases dominantes y también en los métodos arbitrarios de someter la población campesina, mientras que en las ciudades se imponía un control entre cliente­lista y autoritario sobre la vida civil en general. La barbarie que caracteriza las viejas formas de sujeción campesina se repro­ducen a otro nivel, para apuntalar un sistema de dominación un tanto más moderno. A nivel social y económico se producía una inmensa superpoblación, causada por lo menos en parte por el monopolio territorial dada la ecuación tierras sin hombres y hombres sin tierras, lo cual contribuyó a que el capital pudiera pagar salarios muy bajos a todo lo largo y ancho del territorio nacional.
En relación con la propia economía campesina, la vía terratenien­te significó una creciente competencia al comenzar a invadir cultivos que le eran propios, frecuentemente con precios menores por las abismales diferencias en la productividad, de tal manera que los campesinos perdieran relativamente mercados para sus productos y la economía parcelaria tendió a contraerse con el pasaje del tiempo.
Es lógico asumir que el proceso de acumulación bajo tal tipo de condiciones restrictivas, debió ser lento y penoso por varias razones: en primer término, por las barreras que impone el mono­polio de la propiedad territorial al capital del campo, después por el raquitismo del mercado interior que surge de una economía campesina confinada dentro de muy estrechos límites, a lo cual se agregan las condiciones de salarios bajos que comprimen el consu­mo y, finalmente, porque la agricultura en esas condiciones no podía generar excedentes capitalizables por la industrial ya fuera en la forma de materias primas y bienes salariales baratos o bien por un creciente nivel de exportaciones que garantizara la importación de maquinarias y otros bienes.
La acumulación de la industria colombiana fue, en efecto, relati­vamente lenta hasta 1934, a lo cual contribuyó la traba a la libertad de hombres y tierras que caracterizó el campo hasta bien entrado el siglo XX. De esta manera, una parte sustancial de la población del país durante los años 20 y 30 no tenía libertad para asalariarse, por estar pagando "obligaciones" a los hacendados o por estar perma­nentemente endeudados con ellos. La hacienda conformaba todo un complejo edificio social que dificultaba la formación de un proletariado y de un mercado de tierras, puesto que la posesión de éstas era un medio para extraer rentas a la población.
El mercado que emergía de este tipo de relaciones sociales era peculiar: parte sustancial del consumo de los arrendatarios era auto producido, parte provenía de "raciones" producidas por la misma hacienda, los medios de producción elementales eran abaste­cidas en su mayor parte por el artesano de la aldea o eran tam­bién auto producidos. Pero era sobre todo la renta del suelo la que circulaba como mercancía y se monetizaba, ya fuera en servi­cios sobre las tierras del hacendado, generalmente sembradas de cultivos que algún comercio tenían o en especie de parcela del arrendatario. En el caso de la economía campesina, las relacio­nes mercantiles eran más intensas, pero aún así se reducían a adquirir sal, cebo, telas y alimentos no producidos localmente, a cambio de los excedentes de su propia producción.
El avance de la industrialización conforma una situación de tensión ya que el crecimiento de la demanda de materias primas y alimentos para una creciente población urbana recae sobre organi­zaciones sociales que no responden de inmediato a ellas, aunque es aparente que la economía campesina lo hacía más rápido y en mayores volúmenes que la obtusa organización interna de la ha­cienda. En todo caso y por un período de tiempo considerable, ambos tipos de organización productiva fueron desbordadas por el ritmo que imponía la acumulación fabril; en consecuencia, la industria tuvo que abastecerse del extranjero de insumos agríco­las y muchas de las subsistencias de la población también llega­ron de fuera. Esto le valió el mote de "exóticas" a las indus­trias entonces existentes, acusación que provino, sobre todo, de sectores terratenientes.
El complejo edificio social basado en la hacienda se resquebraja por el movimiento campesino de los años 20, que lucha contra las relaciones serviles y por el pago de salarios, lo mismo que cuestiona el derecho de propiedad sin delimitar de los terrate­nientes sobre los supuestos baldíos de la Nación. Esas fisuras se amplían durante la etapa de las reformas, por arriba que desarrollan los liberales y se profundizan aún más con "la vio­lencia", guerra civil entre 1947 y 1957, que desata la reacción contra el movimiento democrático. El movimiento campesino de los años 20 y 30 y las necesidades legales del régimen burgués para poder desarrollarse presionan por una reforma de la tenencia sobre baldíos en 1936, que es aceptada por los terratenientes sólo después de que se pacta la paz entre los dos partidos al fin de la guerra civil de los cincuenta, guerra que derrota al movi­miento campesino. Esto ya significa que las barreras mayores a la movilidad de hombres y tierras han sido superadas en gran medida y que el capital puede entrar a organizar más y más regio­nes de gran propiedad que a su vez compiten contra la frágil economía campesina, acelerando un proceso combinado de proletari­zación y lumpenización de la población concentrada en ella.
A partir de este momento, la acumulación en el campo se acelera. El mercado no es obstáculo mayor a la inversión, en cuanto ella misma lo expande, mientras que la diferenciación de la economía campesina incrementa el número de consumidores que depende cada vez más del mercado y la creciente población urbana crea una demanda efectiva que es muchas veces superior a la que produce el estadio anterior de producción parcelaria combinada con el régi­men de haciendas, no importa que una parte importante de la población urbana se encuentre desempleada y produzca en cierta medida en las ciudades una economía doméstica.
Si bien es cierto que este mercado es pequeño para sustentar el desarrollo de una gran base industrial, si es suficiente para apoyar un número apreciable de industria de consumo, de bienes intermedios y de bienes de equipo sencillos. Dentro de este conjunto, la agricultura capitalista cuenta con un amplio campo de expansión: hasta los años 60 puede sustituir importaciones de materias primas agrícolas y alimentos, lo cual es reflejo de su pasada incapacidad para abastecer adecuadamente a la industria y cuando ha establecido un relativo equilibrio entre demanda inter­na y oferta, se lanza al exterior en renglones como el algodón, el azúcar, las oleaginosas, bananos, flores y carnes, actividad que multiplica el mercado interior vía empleo y consumo interme­dio para entrelazar un proceso de rápido desarrollo capitalista en el campo.
Por todo un período, incluso, el desarrollo agrario es más rápido que el industrial. En efecto, en momentos en que la industria colombiana avanza penosamente, entre 1957 y 1968, porque sus avenidas externas de abastecimiento de equipos y bienes interme­dios importados se han estrechado por la baja de precios del café, la agricultura comercial se desarrolla a tasas del 12% anual, en forma independiente del receso general de la economía. Es más, el avance de la agricultura comercial genera un creciente volumen y valor de exportaciones que son las que culminan equili­brando la balanza de pagos a partir de 1969, lo cual sienta las condiciones para el gran auge industrial que se inaugura durante ese año y culmina con la recesión mundial de 1974-1975, que tam­bién detiene por un momento el proceso de acumulación nacional. A partir de este umbral, la dinámica de desarrollo agrario desfa­llece, se resiente la productividad y se pierden mercados exter­nos.
Es así como durante los ochenta la agricultura se contrae durante el primer lustro, cuando toda la economía sufre de una nueva y profunda recesión, para después obtener una recuperación aprecia­ble entre 1985 y 1990, marcada de nuevo por productos de exporta­ción. Las estadísticas oficiales no incluyen el cultivo de las materias primas de las drogas prohibidas, pero según la DrugEnforcement Agency había en 1990 30.000 has. sembradas de hoja de coca y unas 15.000 de marihuana, cultivo que relativamente se había venido a menos desde finales de los setenta.
Lo que quedaba claro de lo anterior era que la capacidad de respuesta del campo frente a las señales del mercado era rápida y contundente, de que había empresarios de sobra en el país para organizar las más disímiles aventuras y que lograban vencer todo tipo de trabas impuestas por poderosos estados a la distribución de sus productos.
El período más reciente está marcado por modalidades de violencia  parecidas a las que vivió el campo hace 40 años pero multiplica­das por la modernización de la tecnología para asesinar: se hicieron comunes nuevamente las masacres de campesinos sospecho­sos de simpatizar y apoyar a la guerrilla por agentes privados o públicos de rostro oculto o la guerrilla tendió a utilizar el crimen para financiarse y el terror para imponerse.
Todo este proceso de desarrollo intenso, violento y contradicto­rio apenas pudo ser comprendido e interpretado por las corrientes dualistas, cepalinas y la teoría radical del subdesarrollo, las cuales en Colombia, al igual que en el resto de América Latina, enfatizaron más el aparente estancamiento de la producción y los efectos desastrosos del capitalismo, como el desempleo y los bajos salarios, la misma violencia que acompaña el cambio, que el corazón mismo del problema: el avance de las relaciones sociales de producción capitalistas, en razón inversa al debilitamiento de las relaciones de servidumbre características de la hacienda y la pérdida de importancia del trabajo familiar de la pequeña produc­ción parcelera y artesanal, aunque sí era cierto que este proceso era y es profundamente desigual y contradictorio.
El dogma del estancamiento de las fuerzas productivas que promul­gó la teoría radical como resultado de la dominación imperialis­ta, el acento en variables demasiado generales como tenencia de la tierra y concentración del ingreso en el caso de la teoría cepalina, condujeron a ambas a subvalorar un proceso de rápido desarrollo del capital que tomó una vía que no es nada extraña históricamente. Ya V. I Lenin y Barrington Moore la habían señalado como alternativa para el campo ruso, o como la base social de las dictaduras fascistas en Alemania y Japón, con todas sus consecuencias de opresión política, resaltando quizás dema­siado su carácter lento, derivado de sus reformas por arriba. Tal proceso se repitió en todo el este europeo, España y Portugal y gran parte del mundo dependiente y semicolonial, sin que por eso el capitalismo dejara de desarrollarse en ellos.
Es pertinente quizás a partir de este tipo de desarrollo que ya sufrimos, hacer un ejercicio de historia contrafactual y pregun­tarse qué hubiera ocurrido de haberse dado la vía democrática de desarrollo capitalista. Pues bien, en primer término hubieran existido condiciones para un desarrollo más acelerado de las fuerzas productivas nacionales y del mercado interior; en segundo lugar, la población excedente causada por la vía terrateniente hubiera sido menor por la existencia de un nuevo y numeroso campesinado propietario, produciendo un gran volumen de alimentos y materias primas baratas, que pudieran ser capitalizables por una acumulación industrial más acelerada. La industria hubiera tenido que recurrir a un grado menor de explotación de la fuerza de trabajo, contando además con un mercado relativamente más amplío para sus productos.
En el plano político, la vía campesina también sería radicalmente distinta a la estructura de opresiva dominación que vive cotidia­namente el país. La erradicación de los terratenientes como clase hubiera significado, obviamente, remover una de las bases principales de la reacción social, el oscurantismo y el clerica­lismo y el desarrollo de instituciones de dominación burguesa menos represivas que las existentes, con mayores derechos políti­cos y de organización de las masas; se habría dado además, un gran desarrollo del capital estatal, de la educación pública, salud, servicios y obras públicas en general y, finalmente y no menos importante, el Estado hubiera exhibido un grado mayor de autodeterminación frente a los intereses norteamericanos.
La historia ha sido, sin embargo, distinta. La acumulación se hizo rápida no por la extensión de un gran mercado campesino, sino por el alto grado de explotación de los trabajadores. Las trabas a la realización que se derivan del mercado interno, han sido subsanadas por medio de la exportación de bienes agrícolas e industriales y sobre todo de energéticos (carbón y petróleo). Los excedentes de población producidos en forma abrumadora, especialmente después de la guerra civil, hacen que hoy en día más de una tercera parte de la población en capacidad de trabajar está total o parcialmente en paro forzoso. Esta sobreoferta de brazos unida a la concultación de los derechos sindicales de los trabajadores causa una distribución del producto que favorece a los empresarios y terratenientes, arrojando para el país una de las distribuciones del ingreso más desiguales del mundo capita­lista. Es esta situación general la que nos ha llevado a carac­terizar en otro lugar al régimen de producción imperante en Colombia como "capitalismo salvaje".

 
2. La transición al nuevo régimen de producción

 
A. El viejo régimen de producción

 
El espacio geográfico de Colombia fue ocupado por dos tipos de economía, dentro de un desarrollo histórico que le es común al continente, resultado del tipo de colonización que llevaron a cabo los españoles.
En primer término, una economía terrateniente organizada a partir de la hacienda, que ocupó las tierras más fértiles y accesibles y que sujetaba a una abundante población arrendataria por medio de las deudas, el control político local y la ideología católica. Este campesinado estaba sometido a periódicas faenas gratuitas ("la obligación"), rentas en producto como los "terrajes", rentas que combinaban un salario atrofiado y coerción extraeconómica, donde primaba la segunda, como el "concierto" o la "agregatura" y, finalmente, los "colonatos" de las inmensas haciendas ganade­ras de las tierras bajas, tierras que eran entregadas vírgenes a los campesinos para que dos o tres años más tarde, después de sacarle varias cosechas de maíz, las entregaran habilitadas con pastos, para proseguir entonces a tumbar más selva y abrirle más pastizales al hacendado.
En segundo término, una economía campesina subdividida a su vez en sectores de distinto desarrollo técnico, que ocupaba en su mayor parte las pobres vertientes andinas, con algunas tierras buenas que fueron resguardos indígenas. En el oriente santande­reano y el occidente antioqueño se desarrollaron vigorosas econo­mías campesinas y artesanales, cuya población estuvo compuesta principalmente por emigrantes españoles. Estos ocuparon tierras de regular calidad y tuvieron que enfrentar en más de una ocasión las pretensiones monopolizadoras de los terratenientes, pero en términos generales ganaron acceso a la tierra.
En Antioquia, en particular, se dio un proceso de colonización de tierras nuevas, desde fines del siglo XVIII hasta 1870 aproxima­damente, que estaban tituladas; los colonos tuvieron que librar una ardua lucha contra la titulación colonial y republicana, que en 1863 casi alcanza visos de insurrección general contra las pretensiones de los herederos de los Aranzazu de cobrar rentas a los colonos. La región no dejó de contar con haciendas y parte de los colonos más ricos trajeron consigo aparceros, pero aún así se dio un avance técnico de los cultivos y la ganadería en pequeña escala, un gran desarrollo de las fuerzas productivas en el consecuente activamiento de relaciones mercantiles, una consi­derable movilidad de los trabajadores y las tierras, que proba­rían ser decisivos en la gran expansión cafetera de principios de este siglo y que originó la total transformación del país.
En efecto, la firme inserción de Colombia en el mercado mundial y la consolidación de las premisas para el desarrollo social de capital, como una previa acumulación de capital dinero en el comercio internacional, una tendencia hacia la centralización estatal y creación de un sistema nacional de crédito, construc­ción de una infraestructura vial, desdoble del primer proletaria­do del país, recolector de la gran cosecha cafetera, desarrollo de un considerable mercado interior en la región, son impulsados todos por la economía campesina libre de Antioquia y su expansión hacia Caldas.
La expansión cafetera fue inaugurada en 1880 por la economía terrateniente pero su curso fue lento y se vio desbordada por la región colonizada a partir de Antioquia. Las grandes haciendas de Santander, las de la más establecida región de Antioquia y las de Cundinamarca y el Tolima se hacen todas al cultivo del café; sin embargo, las relaciones de sujeción de la fuerza de trabajo hacen muy difícil su expansión posterior, porque es prácticamente imposible conseguir arrendatarios al mismo ritmo como se expande la demanda mundial por el grano y el esfuerzo, incluso, parece propiciar su disolución durante los años 20.
Tales haciendas, en particular las de Cundinamarca y Tolima, son híbridos que combinan una alta racionalidad en la comercializa­ción del grano, su utilización del crédito, su misma organización contable y hasta el uso de alguna maquinaria con la opresión más degradante de los arrendatarios. Existen corveas puras, con 2 semanas de trabajo gratuito en los cafetales y el resto de tiempo en el fundo de estricto pan coger pues se prohíbe sembrar cual­quier cultivo que pueda ser comercializado libremente por los campesinos; sobre todo, se les prohíbe sembrar café.
Frecuentemente el arrendatario tiene que entregar parte del producto de su parcela a la hacienda, la cual cuenta con su propio dinero, fichas que combinan en su almacén o tienda de raya  por artículos que tienen fijados precios arbitrarios. Los terra­tenientes utilizan una contabilidad peculiar que resulta general­mente en saldos rojos para los trabajadores y les impide dejar la hacienda, bajo pena de cárcel por deudas o incluso a ser amarra­dos al cepo con que cuenta la misma hacienda por diversos perío­dos. Los arrendatarios, según la correspondencia de un terrate­niente con su mayordomo que recopiló MalcomDeas, eran importados de las haciendas más tradicionales de la sabana de Bogotá y de Boyacá, pues al parecer la mano de obra de las tierras medias, donde se puede mejor cultivar el café, se resistía a entrar en este tipo de "conciertos". Esta dificultad de conseguir y mante­ner a la fuerza a la mano de obra en las haciendas era obviamente una traba considerable para expandir rápidamente la producción para la exportación, más aún cuando el período vegetativo entre la siembra del cafeto y su entrada en producción era de más de 4 años.
La situación de las haciendas que exportan café guarda cierto paralelo con lo acaecido durante la segunda servidumbre del este europeo descrita por Engels, en donde las exportaciones de los feudos conducen más bien a la intensificación de las cargas serviles y menos a organizar la producción bajo los nuevos méto­dos del capital y el trabajo asalariado. Ciertamente, las cor­veas puras no fueron usuales en las haciendas del país durante los siglos XVIII y primera mitad del XIX y aparecen claramente en las regiones cafeteras de gran ocupación territorial que intensi­fican las obligaciones tradicionales de los agregados de las haciendas del altiplano.
Lo cierto es que la producción de las haciendas participa pobre­mente en la expansión de la producción de café. La productividad por árbol, como lo muestra el censo cafetero de 1932, es menos de la mitad en la región de Cundinamarca, por comparación con la de Antioquia, y la de Santander es sólo una tercera parte de la última.
En la región antioqueña el único obstáculo que tiene la expansión cafetera es el número de campesinos libres, que además están positivamente incentivados para aumentar la productividad, ya que la comparten o el aumento es todo de ellos; distinto es el caso de las haciendas, en las que el incentivo para el agregado es sabotear la producción, puesto que no le queda nada de un aumento de la productividad y el trabajo en el cafetal se contrapone al trabajo para sí de la parcela. Así mismo, la región de la colo­nización antioqueña tiene una población que se expande a un ritmo mucho mayor que el resto del país, lo cual corrobora que las condiciones de existencia de la economía campesina libre son mejores que las que vive la población bajo la dominación de la hacienda. La ventaja de la economía campesina libre se expresa en la estadística exportadora de la siguiente manera: en 1880 las regiones libres ocupan un 2.2% de la producción cafetera nacio­nal, pero en 1930 tienen el 47%, porcentaje que seguirá subiendo con el tiempo.
El resto de la economía campesina, a diferencia de la de coloni­zación antioqueña, está conformada por indígenas mestizos, pero al igual que ella es un conquistar de montaña. Surge en términos generales como sitio de refugio para los campesinos que rehúsan la servidumbre de las haciendas, aunque sólo se verán completa­mente libres de ella si están muy retirados de su área de in­fluencia. Si este no es el caso, los terratenientes los utiliza­rán como jornaleros ocasionales, a veces en forma forzosa, como la "matrícula" que se da en amplias regiones de la costa o son también obligados a trabajar en "obras públicas", que no lo
son tanto, porque benefician exclusivamente las haciendas o son enganchados a la fuerza por el flamante Ejército Nacional, que ha reemplazado las milicias de los terratenientes y los ejércitos departamentales después de la guerra de los mil días que culmina en 1902, costumbre de reclutamiento que no se ha perdido hasta el día de hoy.
Las condiciones de existencia de estos campesinos parcelarios son precarias, pues las tierras que ocupan se erosionan fácilmente y deben estar cambiando de terreno o combinando diminutas parcelas alejadas las unas de las otras; sus magros productos tienen poca salida hacia los mercados, aunque su acceso a las ciudades irá mejorando paulatinamente con el desarrollo de una red vial nacio­nal que se empieza a completar en los años 40 y jugarán un papel de primera importancia en el abastecimiento de alimentos para la población urbana que se alarga hasta hoy pero en proporción decreciente.
La gran ocupación territorial que hacen unos cuantos individuos durante la etapa colonial, pero sobre todo durante el republicano siglo XIX en la mayor parte del país, se hace sobre la base de una ganadería extensiva en tierras de amplia capa vegetal, aguas abundantes y climas relativamente benignos. Aquí pasta un ganado semicimarrón que, paradójicamente, se expande más rápidamente en la medida en que se contraiga el mercado, porque la saca de hembras determina el ritmo de producción del hato y si ésta se contrae aumenta el número de nacimientos. Los ganaderos cuentan además con un indisputable dominio de muy extensas regiones y sus animales por lo general expulsan a los hombres que quieren colonizar, entablándose una sórdida lucha que alcanzará resonancia nacional durante los años 20.
En el sur del país, la hacienda reposa tranquila en circuitos de autosuficiencia, explotando las comunidades indígenas que las rodean. Los terratenientes de la región cuentan con un numeroso núcleo de "terrazgueros", en similar condición a la que describe Icaza en su novela Huasipungo, que también en algunos puntos empezarán a movilizarse contra la usurpación de sus tierras y el despojo de sus cosechas. Las haciendas del Valle del Cauca cuentan con "agregados", muchos de ellos descendientes de escla­vos, quienes cuidan los ganados y producen azúcar en trozos morenos, la "panela", la cual será desplazada en las haciendas más avanzadas por azúcar un poco más refinada; de lo que va de 1905 a 1940 muchas de estas haciendas instalan grandes estableci­mientos de tipo fabril, dándose una extraña y muy rápida trans­formación de verdaderos feudos en pujantes emporios industriales.
B. La desestabilización de la hacienda
El gran auge de la exportación cafetera entre 1903 y 1929, multi­plica por doce los ingresos de divisas del país, configurando, sin lugar a dudas, la base más importante de la expansión y consolidación del capitalismo a nivel nacional. Los efectos de la expansión cafetera son múltiples y operan a varios niveles: se presentan grandes demandas estacionales de mano de obra asalaria­da para recoger las cosechas del grano, el campesinado parcelario se integra más firmemente al mercado, se intensifica el tráfico comercial, crecen inusitadamente los ingresos públicos y natural­mente la corrupción administrativa y existe una febril actividad de construcción de ferrocarriles, vías y puertos para asegurar el flujo regular de las exportaciones y garantizar su incrementó.
La industria también se desarrolla por la expansión del mercado, aunque tenga que competir con las importaciones que frenan, pero no logran impedir el desarrollo local de toda una serie de ramas elementales: textiles y bebidas, calzado y vestuario, cigarri­llos, todo tipo de insumos para la construcción y algunos produc­tos metalmecánicos se manufacturan en un número limitado de establecimientos que empiezan a animar la vida de ciudades como Medellín, Bogotá y Barranquilla. Los industriales han sido, en su mayor parte, antiguos importadores que han montado estableci­mientos fabriles, con última técnica norteamericana y que tienen una experiencia importante en relación con los manejos de los mercados. Otros son inmigrantes sirio-libaneses, españoles, alemanes y judíos de centro Europa que erigen industrias que ganarán impor­tancia con el tiempo. Prontamente también se producen corrientes centralizadoras en torno a la industria textil, de cerveza y otras, prefigurando tempranamente un capital monopolista nacio­nal.
Entre 1925 y fines de 1929 el ascenso económico general es verti­ginoso. Todos los mercados, que funcionaban hasta entonces en función del lento ritmo de economías precapitalistas, se ven ahora agitados desordenadamente por una fuerte acumulación de capital. Uno de los primeros mercados afectados es el de fuerzas libre de trabajo pues existe una oferta reducida de ellas: mien­tras las haciendas sujetan a una abundante población arrendata­ria, los campesinos parcelarios, al igual que el artesanado urbano, aumentan sus ingresos con el auge de la demanda por sus bienes y no están dispuestos a asalariarse por el momento. En la medida en que la demanda por brazos se acrecienta, los salarios se elevan considerablemente; la situación se desequilibra aún más por el auge de las obras públicas, en las cuales se enganchan 40.000 hombres en 1928 que representan aproximadamente el 8% de la población hipotéticamente activa en ese entonces.
Los terratenientes protestan en particular; intentan prohibir la salida de sus arrendatarios de las haciendas por medio de la imposición de salvoconductos, lo cual, sólo funciona en el depar­tamento de Boyacá, pero por corto tiempo porque la medida es derogada por presión del gobierno central. La Federación Nacional de Cafeteros, recién creada un año antes, solicita en 1928 que se suspendan las obras públicas en época de cosecha para contar con un número suficiente de jornaleros, lo cual también resulta inadmisible para el gobierno central. La Sociedad de Agriculto­res de Colombia (SAC) se queja de que los salarios altos conducen al aflojamiento de la disciplina en el trabajo, lo cual debe ser especialmente cierto para los peones que deben prestar rentas en trabajo en las haciendas más atrasadas, y exigen un estatuto de ahorro forzoso por medio de un diferimiento de los salarios de los trabajadores; finalmente, la misma SAC clama por la apertura de la inmigración para llenar los faltantes de brazos que amena­zan con desproveerlos, no sólo de jornaleros sino también de arrendatarios, quienes a su vez empiezan a aprovechar las oportu­nidades que abre el desarrollo del capital para fugarse de las haciendas o rehusar seguir pagando prestaciones extraeco-nómicas.
Las cosas se complican aún más para las haciendas porque la chispa agitacional ha prendido entre intelectuales y obreros y ha llegado a las regiones de grandes propiedades cafeteras, en particular al norte de Cundinamarca y sur del Tolima, donde se desatan grandes movimientos de arrendatarios. Estos exigen la terminación de las obligaciones laborales gratuitas, el pago de salarios y que éstos sean iguales a los que se pagan en las obras públicas, el derecho a sembrar cultivos comerciales y café dentro de sus parcelas y la abolición del sistema de fichas (tienda de raya) y de endeudamiento arbitrario. El movimiento desquicia las grandes haciendas cafeteras y obliga a muchas de ellas a conceder en propiedad las parcelas de los arrendatarios, pero sólo en aquellos lugares donde el movimiento está mejor organizado: frecuentemente también el conflicto termina con la expulsión de sus predios de la mayor parte de los campesinos.
Aunque el movimiento campesino se expande a algunas otras regio­nes, especialmente después de la depresión de 1930 que produce un flujo de población que retorna al campo, proveniente de las obras públicas y las ciudades, no llega a unificarse a nivel nacional. El sistema de haciendas está herido, presenta un número creciente de fisuras, pero su muerte tomará varios lustros más: será gol­peado por la política reformista liberal que se nutre de las reivindicaciones del movimiento campesino pero buscando más bien su desorganización y más adelante entrará en crisis en regiones adicionales que arrasa la guerra civil de 1946 en adelante, la cual resquebraja las relaciones serviles y debilita el poder ideológico del clero, fuera del mismo avance del capitalismo que va socavando este tipo de relaciones atrasadas de trabajo, espe­cialmente en cercanías a los grandes centros urbanos.
El avance del capitalismo no sólo genera contradicciones que contribuyen a disolver las relaciones atrasadas de trabajo, sino que socava también el régimen de posesión de tierras en el país, que más bien constituye un sistema de dominio de hecho sobre muy extensas regiones, en donde un hacendado tenga suficiente poder militar y político. La situación de aguda carestía de alimentos en el país, pone en cuestión el hecho de que muchos colonos no puedan trabajar supuestos baldíos nacionales o tierras fiscales a menos que paguen rentas a muy dudosos poseedores legales de estas tierras. El gobierno desconocía incluso qué tierras eran propie­dad de la Nación y cuales habían sido otorgadas en enormes cuan­tías a un puñado de propietarios que no las explotaban directa­mente. En esta etapa algunos terratenientes pretendían todavía legalizar a su favor tierras sin cultivar, en extensiones de cientos de miles de hectáreas, todo en medio de una movilización crecien­te de los colonos que venían ocupando y civilizando nuevas regio­nes. Los tribunales recogieron en parte el clamor de las necesi­dades del nuevo régimen y de los colonos en varias regiones del país, comenzando a entonces a exigir pruebas jurídicas de propie­dad a los terratenientes, a declarar algunas tierras de propiedad nacional y, en general, a exigir la agrimensura para demarcar la propiedad privada sobre la tierra.
El régimen de propiedad vigente hasta entonces presenta así visos híbridos entre las formas modernas de propiedad y otras que eran consistentes con las relaciones de producción serviles, que frenan la compraventa y el arriendo capitalista de la tierra, especialmente cuando el monopolio territorial constituye el mecanismo más importante para sujetar al campesinado: el propie­tario no está dispuesto a ceder bajo ningún precio su dominio territorial, en tanto ello le socavaría su poder para exigirle rentas a la población campesina que sujeta. Por otra parte, tal sistema de propiedad se basa en principio en la posesión indivi­dual, es decir, no corporativa o entregada en cesión por un superior en la escala aristocrática, como sucede en el feudalis­mo, sino que la tierra tiene cierta movilidad a nivel de los mismos propietarios, pero excluye, o pretende hacerlo, la propie­dad del campesinado sometido a ellos y la conformación de un más amplio mercado de tierras.
Las reformas jurídicas que se hicieron durante los años 20 al régimen de propiedad fueron sistematizadas en el estatuto promul­gado en 1936, contempladas en la Ley 200, que es considerada como la reforma más importante que promulgó el régimen liberal de Alfonso López Pumarejo. La Ley 200 atacó, además, el problema de las relaciones de traba­jo, en particular el contrato de "agregatura", existiendo la posibilidad de que el lote cedido en arriendo pasará a propiedad del inquilino, aunque la forma como fue implementada permitió también que el hacendado expulsara al arrendatario y su propiedad quedara sin disputar.
La ley declaraba la reversión a la Nación de tierras en propiedad sin habilitar, otorgando un plazo de 10 años para adecuarlas, plazo que nunca fue reglamentado por el avance de la reacción conservadora y que tuvo que ser estatuido nuevamente por la ley de reforma social agraria de 1961, 25 años más tarde. Cierta­mente, la reforma tuvo poca profundidad en su implementación, al tiempo que prevenía a los terratenientes para organizarse políti­camente y comenzar a tomar la ofensiva contra las reformas. Las ligas campesinas no fueron involucradas en la puesta en práctica de la ley y el poder local de los hacendados no fue tampoco puesto en cuestión por el gobierno liberal, menos aún cuando toda la clase dominante se pronunció en contra del reformismo, el Partido Conservador arreció sus ataques contra la administración liberal y los sectores más reaccionarios se organizaron a nivel local para defender los fueros y privilegios ofendido por el reformismo liberal. Toda esta contraofensiva llegó a decretar en 1938 lo que se dominó como "la pausa" en las reformas, apenas a 2 años del pasaje de la Ley 200.
El régimen liberal de Eduardo Santos se inauguró en 1938 y buscó estabilizar las reformas que no sólo habían afectado la cuestión agraria, sino también el sistema electoral, el régimen tributa­rio, el sistema educativo y además había introducido cambios en la constitución para dotar al Estado de una mayor capacidad de intervención en la economía privada. A partir de este momento, se intentó conciliar con los conservadores, dándole un bajo perfil, a la aplicación de las reformas, ofreciendo amplias garantías a la oposición reaccionaria y devolviéndole fueros que le había disputado la reforma electoral (más peso al voto urbano del que tenía anteriormente, reglamentación de la cedulación por parte del gobierno, etcétera). Los sectores moderados del Parti­do Liberal empezaron entonces a colaborar más con sectores del Partido Conservador, en particular, con los cafeteros y exporta­dores, representados por la casa Ospina.
Sin embargo, los problemas sociales de base seguían sin resolver­se y a partir de 1940 dentro de cada partido se desarrollan a las radicales: mientras en el liberalismo surge Jorge Eliécer Gaitán como propugnador de una ampliación de la democracia política y profundización de la reforma agraria, dentro del Partido Conser­vador emergía la fracción de Laureano Gómez que anunciaba la "reconquista" del poder, atacaba las reformas como atentatorias contra las instituciones tradicionales y la moral cristiana, impulsaba la defensa de la contrarrevolución española y expresaba ambiguamente su simpatía por los países del eje fascista se configuraba así el cuadro de confrontación entre partidos y clases, que desembocaría más adelante en "la violencia", como forma de derrotar al movimiento democrático que surgía con el desarrollo del capitalismo en el país.

 
C. Desarrollo industrial, desfase agrícola

 
La gran depresión enfrió considerablemente el problema agrario desde el punto de vista económico, al reducirse la presión por hombres y tierras que había desatado la onda larga de acumulación de capital que culmina en 1929; sin embargo, los problemas políticos se desarrollan a nuevos niveles, pues el retorno al campo de hombres que han experimentado la libertad del asalariado conduce a su frecuente enfrentamiento con los terratenientes. Mientras tanto, la industria es protegida por un estatuto cambia­rio de 1931 que es ampliado y consolidado en 1937 con altos aranceles para los bienes finales producidos en el país. La recuperación industrial ya es completa en 1934 y aumenta la utilización de planta haciendo pocas ampliaciones y diversifica­ciones de la producción por la estrechez de divisas o dificulta­des de importaciones que tiene el país hasta el fin de la segunda guerra mundial.
La agricultura capitalista se desarrolla limitadamente y general­mente en las cercanías de las ciudades más grandes. En la sabana de Bogotá se desarrollan las lecherías comerciales, cultivos como la cebada que abastecen la industria cervecera, hortalizas y legumbres, mientras que en el Valle del Cauca se van contorneando grandes ingenios azucareros, como la hacienda "La Paila", una de las más grandes de la región y que contaba con un número aprecia­ble de "agregados", que pasa directamente al estadio de gran industria fabril en 1929 con la instalación de maquinaria moderna que eliminó las parcelas de los arrendatarios para tomarlas en cañaverales las primeras y en proletarios los segundos.
En el valle del Tolima y en algunas regiones de la Costa Atlánti­ca, el arroz y el algodón son cultivados todavía en su mayor parte por aparceros, aunque en la primera de las regiones se hacen inversiones en distritos de riego, créditos y se presta asistencia técnica durante los años 40 que contribuyen a su modernización. El algodón no puede ser absorbido por la indus­tria textil que importa la hilaza mientras ésta no monte plantas de hilado, lo cual empezará a hacer durante los años 40. El proteccionismo para los agricultores existe de hecho, por la escasez de divisas, pero no habrá un arancel alto hasta 1949, cuando el régimen conservador de Ospina hará que la industria pague sus materias primas a precios más altos a los agricultores locales que los del mercado internacional, elevando de esta manera la renta del suelo.
A pesar de que los cimientos mismos del sistema social de la hacienda se encuentran resquebrajados, la tierra y los hombres no pueden ser todavía explotados por el capital en medida suficien­te, a lo cual contribuye el desenvolvimiento limitado del capital a nivel nacional: hay todavía muchas tierras fértiles que perma­necen relativamente estancadas en su producción y se dedican fundamentalmente a una ganadería extensiva de baja productividad. Si existe algún avance en la producción agrícola, éste se debe a la economía campesina encaramada en las vertientes de las monta­ñas que se encuentra mejor integrada al mercado que antes, porque ya existe una red de carreteras nacional que, aunque de precaria calidad, permite el viaje en camión entre todos los puntos noda­les del país para 1945.
El campo produce poco y caro para las ciudades. Los precios relativos entre bienes agrícolas e industriales señalan una ventaja clara para los primeros entre 1925 y 1955, siendo la ventaja del campo afín mayor en el caso de los precios de la carne. La explicación básica puede ser la siguiente: la oferta agrícola es insuficiente frente a la demanda que genera la acumu­lación industrial, lo cual permite que los precios de los artícu­los industriales suban menos que los precios agrícolas. Si bien es cierto que la industria está protegida y el arancel le permite fijar precios mayores que los medios internacionales, aún así la agricultura no es capaz de ofrecer un nivel estable de precios y de, oferta porque su desarrollo está entrabado por la todavía relativa fortaleza de las viejas relaciones de propiedad. Mien­tras la industria aumenta su productividad en la mayor parte de sus ramas, la agricultura sólo, lo hace en muy contadas regiones y la ganadería en particular evoluciona muy lentamente; tal desigualdad en el desarrollo de la productividad se tiene que expresar en los niveles de precios de cada rama.
Todo lo anterior es ignorado por una interpretación librecambista que se combina curiosamente con la teoría radical sobre las "colonias internas" y que entra en boga en el país y en el conti­nente durante los setenta, la cual adjudica la "responsabilidad" por la miseria del campo a la sobreprotección de la industria. Los precios internacionales de los productos industriales pueden ser mayores que los internos, pero esto no impide que el poder adquisitivo de los terratenientes y los agricultores sea crecien­te durante un largo período en el intercambio que hace de sus productos por manufacturas nacionales. Es más, los insumos agrícolas manufacturados serán mayoritariamente importados hasta 1955 y sólo después se utilizaron agroquímicos y herramientas nacionales, que en efecto encarecerán los costos agrícolas, mientras que hasta hoy en día se importan los tractores la maqui­naria pesada agrícola. O sea que los costos altos de una indus­tria protegida no logran explicar exhaustivamente el hecho de que los términos de intercambio favorezcan al campo la mayor parte del tiempo.
El proteccionismo agrícola, por otra parte, recargará por un tiempo los costos industriales, hasta que la agricultura comer­cial desarrolle un mayor nivel de productividad. Antes de que esto suceda, sin embargo, los costos de la industria son crecien­tes: tanto el precio de las subsistencias de sus trabajadores como el de materias primas crece más rápido que su propio nivel de precios. Lo que pueden hacer entonces los industriales es no reconocer que el costo de vida ha mermado los salarios de sus obreros, lo cual es precisamente lo que sucede entre 1940 y 1945 y 1948 y 1959, lo cual se repite para los períodos 1970-1978 y para 1987-1990.
Para el primero de los períodos anotado de caída de los salarios reales, le sigue un gran auge del movimiento obrero entre 1945 y 1948 que es aplastado por la política de violencia que incluye el establecimiento del paralelismo sindical y la persecución contra los dirigentes obreros, y establece para los empresarios condi­ciones de alta explotación de la fuerza de trabajo, a la cual no se le abona el alza en los costos de su reproducción que provie­nen de la incapacidad agrícola.
La industria que hay en 1945 cuenta con unos 80.000 obreros (contra unos 7.000 en 1980) y tiene a su favor una estabilidad relativa en el precio de sus importaciones que pierde paulatina­mente durante los años 50 con la baja internacional de precios del café, lo cual obliga a periódicas y drásticas devaluaciones que favorecen a los exportadores y frenan la acumulación indus­trial.
La industria es la única importadora y negocia con los cafeteros los montos de devaluación. La Federación de Cafeteros mantiene una influencia grande en el Estado -hay quienes la caracterizan como un Estado dentro de otro- trátese de gobiernos liberales y más aún de los conservadores, en los cuales colocan siempre los ministros y más altos funcionarios que residen sobre la política económica, monetaria y cambiaria del país, situación que se mantiene con algunas variaciones hasta hoy.
La Federación cuenta con los dineros que provienen de los impues­tos del café que gasta a su arbitrio, ya sea en las regiones cafeteras en infraestructura y servicios, lo cual, de paso, le reporta al Partido Conservador una considerable influencia elec­toral, o invierte en múltiples actividades que van desde la banca -el Banco Cafetero llegará a ser uno de los tres mayores del país- hasta la Flota Mercante Grancolombiana, almacenamiento y seguros, constituyéndose, de hecho, en uno de los más poderosos grupos financieros que existen en el país.
Las desavenencias de los cafeteros con los industriales han sido poco frecuentes: se conforma de esta manera una alianza relativa­mente firme que sólo se quiebra temporalmente durante la violen­cia y que sirve de base a una estabilidad política duradera a nivel del bloque de poder. La expresión política más consistente de tales intereses la constituye la casa Ospina que gobernó al país entre 1946 y 1950, preparó la trama de la guerra civil y permitió el ascenso al poder de Laureano Gómez, organizó el golpe militar contra este cuando su política de violencia crea una situación de ascenso revolucionario en el campo y, finalmente, preparó el derrocamiento del General Rojas Pinilla y también la instauración del Frente Nacional en 1958, el cual recompuso la dictadura bipartidista que gobierna el país hasta la década de los ochenta. Este rápido recuento del poder de esta importante fracción política muestra la influencia que a nivel nacional manifiesta tan importante sector agroexportador.
La situación de relativa estabilidad que vive el campo colombiano empieza a transformarse dramáticamente después de 1945. Las barreras a la acumulación que existían anteriormente dejarán de operar en múltiples regiones y el auge mismo del capital invadirá zonas más amplias agrícolas y ganaderas. La coyuntura de gran desarrollo industrial que se inaugura entonces, auge del mercado internacional del café, altos precios agrícolas dentro del país y las heridas ulteriores que le infligirá la guerra civil al viejo sistema de haciendas y a la misma economía campesina, terminarán por minimizar los obstáculos mayores que frenaban el desarrollo del capital en el campo. A partir de este momento el desarrollo de la agricultura comercial será muy rápido e invadirá múltiples regiones del país, abastecerá más adecuadamente las necesidades de la industria y para fines de la década de los sesenta estará creando excedentes exportables de relativa impor­tancia. Aún así, tales rachas exportadoras combinadas con políticas de protección para los bienes agropecuarios finales incidi­rán en niveles de precios excesivos para el sector durante varios períodos más recientes.

 
3. Desarrollo agrario y violencia

A. La política posreformista
 

El estatuto legal aprobado en 1936 contra las formas de trabajo sujetas y el monopolio territorial no fue puesto en práctica y, por el contrario, empezó a ser echado para atrás. Bajo la cre­ciente ofensiva de los conservadores y la conciliación de impor­tantes sectores de liberalismo con ellos, se pasa la Ley 100 de 1944 que establece la legalidad de la aparcería. Aunque tal forma de producción es mucho más avanzada en términos de la libertad que tiene el productor directo y de la productivi­dad del trabajo que la "agregatura" como tal, la atmósfera política de ese entonces que culmina con la renuncia de López Pumare­jo durante su segundo mandato, indica que la medida legal refleja una concesión importante a los terratenientes, pues dejaba de estar en cuestión la propiedad de las parcelas de los arrendata­rios y también las relaciones de trabajo basadas en la coerción extraeconómica.
El retroceso del reformismo se confirma con el aplazamiento indefinido que hace el Congreso de reglamentar la fecha en la cual presuntamente debían retornar a manos de la Nación las tie­rras en propiedad no habilitadas y además, porque todo el tono de la política agraria sufre un cambio apreciable. De esta manera, el crédito subsidiado destinado a los terratenientes aumenta vertiginosamente durante el decenio de los años 40: la participa­ción de crédito en el valor de la producción agrícola pasa según Albert Berry, de 2.1% en 1940 a 6.4% en 1950, mientras que en el valor ganadero la participación sube a 8.6% a 16.7% para los mismos años.
La política estatal es ahora la de motivar la transformación del campo por medio de incentivos positivos, como el gasto en in­fraestructura de vías y caminos, investigación agrológica trans­mitida gratuitamente a los usuarios, además del crédito subsidia­do que manejan casi directamente los representantes de los terra­tenientes y el Partido Conservador en la Caja de Crédito Agrario que se fortalece considerablemente durante estos años, a pesar del alto grado de morosidad en que incurren impunemente los grandes prestatarios.
Se abandona la aplicación de los estatutos reformistas que pola­rizan las fuerzas políticas del país y que ciertamente habían afectado a la clase terrateniente, a pesar de que no se trató tampoco de expropiarla desatando contra ella el movimiento campe­sino.
Las contradicciones sociales y políticas se van acumulando duran­te el primer lustro de los años 40. El segundo régimen de López Pumarejo guarda su imagen reformista pero retrocede ante la reacción, mientras que el movimiento democrático intenta defen­derlo de la contraofensiva conservadora. Otros problemas que acarrea la segunda guerra mundial, como las altas presiones inflacionarias originadas en un superávit cambiario que no puede gastarse en importaciones porque la industria de los países imperialistas está concentrada en la producción de guerra, necesi­dad de medidas disciplinarias contra los trabajadores que sufren una fuerte disminución de sus salarios reales y contra las ganan­cias y los ingresos cafeteros, fueron de los conflictos sociales que ha generado el desarrollo capitalista y que la reacción pretende confrontar con la represión abierta, lanzan al gobierno la inestabilidad.
Las contradicciones entre la misma clase dominante se agudizan, lo cual se expresa en una serie de graves denuncias de corrupción administrativa y líos pasionales que afectan a la familia presi­dencial y que culmina con la renuncia del presidente y su reem­plazo por Alberto Lleras Camargo en 1945, quien inaugura una ofensiva contra los sindicatos, que obtendrá una profundización durante las 2 administraciones conservadoras que lo siguen.
Todos los empresarios estaban a la expectativa. Con el fin de la guerra se anunciaba la apertura de un gran auge de la acumula­ción, como no se había experimentado desde 1925, ya que las reservas internacionales se habían acumulado desde el principio de la guerra y el precio del café dejaba de ser sostenido artifi­cialmente bajo como contribución del país al esfuerzo bélico del imperialismo "aliado" e iba a tener alzas significativas. Hay cierto acuerdo básico entre las clases dominantes de que el auge de la acumulación se garantizará sólo si reprime al movi­miento democrático, lo cual se expresa en la ruptura de la incómoda alianza de 2 lustros entre el Partido Liberal y los sindica­tos durante el corto período de Lleras Camargo, la represión contra las huelgas y movimientos solidarios que éstas arrastran de manera creciente y, como ya se ha visto, con toda una serie de concesiones a la clase terrateniente que golpean las aspiraciones democráticas del campesinado.
La inclinación por la vía reaccionaria se expresa dentro del Partido Liberal que se presenta dividido a las elecciones de 1946 y que prefiere que salga electo el candidato conservador antes que Gaitán. El programa político de Gaitán refleja, no sin deformaciones, a las fuerzas democráticas del país, en primer término a sectores de la pequeña burguesía urbana y rural, pero no menos al grueso de las bases del movimiento sindical, aunque esto no sea reconocido, por causas distintas, por la Central Liberal, la CTC, y el Partido Comunista.
En relación con el problema agrario, Gaitán hizo campañas de organización campesina por medio del UNIR hasta 1936 y litigó contra las pretensiones de los terratenientes y a favor de los colonos en varias sonadas ocasiones. Las aspiraciones de las masas de lograr mayores derechos políticos de organización expre­sión y petición, de desarrollo democrático en el campo, de mayor intervención económica del Estado y de control de ganancias y rentas son tomadas y aireadas abiertamente por esta fracción del liberalismo. A pesar de que esta plataforma no constituye en sí misma una amenaza revolucionaria, menos aún por el tipo de organización y política que desarrolla el caudillo, el movimiento que cruje bajo esta dirección puede desbordarla y hace peligrar las relaciones de dominación vigentes, garantizando poco la permanencia de las condiciones de gran acumulación que se abren durante la postguerra.
La situación internacional presiona simultáneamente sobre las alianzas dentro del bloque de poder nacional. La confrontación mundial contra el fascismo hacía difícil concebir una hegemonía conservadora durante la contienda, pero las nuevas
condiciones que crea la guerra fría y febril campaña anticomunista que se abre después con la paz, fortalecen indudablemente el proyecto político reaccionario a nivel local. Los conservadores y la mayor parte de la dirección del liberalismo se apoyan en los intereses norteamericanos, se comprometen a abrir la economía a los capitales extranjeros y se alistan en el ejército anticomu­nista internacional.
En el posterior desarrollo de esta coyuntura se abren más noto­riamente las posibilidades de las dos vías de desarrollo capita­lista en el país: sectores de la burguesía con el campesinado y las masas contra los terratenientes o alianza entre todas las fracciones de la clase dominante contra la población. La primera de las vías está representada no tanto por la burguesía sino por el movimiento democrático que lidera Gaitán. La gran ofensiva reaccionaria que se desata contra las emergentes fuerzas democráticas va creando una creciente resistencia que culmina en una situación insurreccional de múltiples regiones del campo colom­biano y que abren por un momento la posibilidad de que se imponga la primera de las vías, que con todo termina siendo derrotada.

 
B. La violencia

 
La violencia que se desempeña sobre el país es rural y urbana, es decir, que constituye una política de la derecha contra el movi­miento democrático. En ella se comprometen las fracciones radi­cales del conservatismo y es tolerada por el gobierno, mientras que el centro del liberalismo concilia con tales sectores. Más precisamente, la política de violencia pretende aplastar las reivindicaciones del campesinado, de la pequeña burguesía urbana y del proletariado por reforma agraria y, en general, por un desarrollo económico democrático. Los liberales abren el período represivo en 1945 y esto se extiende y profundiza bajo las dos administraciones conservadoras que le siguen.
La política de represión va desde la ilegalización de los sindi­catos y persecución abierta contra el Partido Comunista, la supresión del "hábeas corpus" y el derecho a la vida, hasta la liquidación genocida de las bases electorales rurales del Partido Liberal. La represión contra los liberales no es tanto contra sus fracciones más moderadas, aunque ellas también sufrirán en la medida en que se polariza el medio político, sino contra la dirección gaitanista de un movimiento popular que frecuentemente la desborda.
La política de violencia toma cuerpo en 1946 en alejados distri­tos rurales que favorecen electoralmente al liberalismo o están relativamente empatados con el partido opuesto, donde bandas armadas organizadas por los conservadores o la misma policía, que recluta matones, se dan a la tarea de expropiar cédulas electora­les, a exigir que los amenazados voten por los conservadores, cuando no a asesinar a los hombres y violar a las mujeres del odiado partido contrario.
La dirección del Partido Liberal pasa a manos de Gaitán con base en los resultados de las elecciones parlamentarias de 1946 y protesta en términos pacifistas contra la violencia rural que viene permitiendo el gobierno. A principios de 1948, el gaita­nismo organiza en Bogotá una manifestación nocturna de más de 100.000 personas para protestar contra la política de violencia.
El asesinato de Gaitán el 9 de abril de 1948 es parte de la ofensiva reaccionaria y terrorista de la ultra derecha conserva­dora que busca aplastar toda protesta o reivindicación popular y, en este momento, elimina a su máximo aglutinador, que se perfila­ba como seguro ganador de las elecciones presidenciales de 1950. Por estos días se cumple también en Bogotá la instalación de la Conferencia Panamericana que le dará cuerpo a la OEA y se firman varios tratados militares bilaterales y continentales que le dan una gran injerencia a los intereses norteamericanos dentro de los cuerpos represivos de los estados latinoamericanos.
El 9 de abril todas las ciudades estallan en violentos alzamien­tos populares, con resquebrajamiento de la policía en Bogotá, la instalación de cabildos populares en Barrancabermeja, población que concentra al muy politizado proletariado petrolero y tomas de cabildos en múltiples localidades rurales del país. Sin embargo, los múltiples levantamientos populares no encuentran cauces organizativos propios que sustenten una ofensiva sostenida contra el gobierno. Este ciertamente se tambalea, pero el espaldarazo que le dan los liberales opuestos a Gaitán, con un corto vivido gobierno por unidad nacional, le dan nueva vida, permite su recuperación y le ofrece un precioso lapso de tiempo para purgar la policía y recrudecer su política de represión para inmovilizar y empezar a echar para atrás el ascenso popular. Ante esta realidad, los liberales optan por retirarse del gobierno que han salvado, sin plantear la defensa de la población liberal acosada por los matones del gobierno a todo lo ancho y a lo largo del país. A partir de 1949, la represión se destaca también contra los dirigentes de los liberales colaboracionistas y muchos se exilan.
El campo cruje bajo el peso de las hordas que organizan terrate­nientes y gamonales conservadores, además de las mismas fuerzas oficiales, que recurren a las regiones más atrasadas del país para reclutar adictos, los que serán llamados "chulavitas" y pájaros por la población perseguida. Se impone un verdadero reino de terror en el campo. Las propiedades de los terratenien­tes liberales son asoladas, haciendo fugar a sus arrendatarios y aparceros o a los campesinos parcelarios no definidos como con­servadores, por medio de la funesta "boleta", que es un ultimátum de asesinato para los que abandonen rápidamente la región. Los mayordomos de las haciendas cumplen un papel destacado en la represión y muchos se enriquecen en base a los despojos de muer­tos y emigrados. En la región cafetera, que es base de masas del Partido Conservador, las fuerzas políticas se polarizan aún más que en otras regiones, lo cual da lugar a un verdadero baño de sangre.
La Iglesia, que es uno de los más importantes soportes ideológi­cos de las relaciones serviles, interviene en favor de los con­servadores y esto resquebraja su credibilidad, por lo menos frente a parte importante del campesinado liberal. Las "sanas" costumbres de los agregados y aparceros que son a la vez indica­tivos del carácter servil de sus relaciones con sus patronos se corroen en el proceso de guerra abierta y cuando ésta culmine será difícil reproducir las antiguas relaciones.
La expulsión de campesinos es cuantiosa, aunque no es posible calcular el número exacto. Si los muertos producidos por la violencia se calculan entre 200 y 300.000, los emigrados durante la confrontación deben alcanzar 3 o 4 veces esos montos. En regiones de pequeña propiedad, y aún de gran propiedad, la tierra se da barata y rápidamente, más barata aún por parte de los boleteados que deben abandonar precipitadamente una determinada región, un poco menos para los propietarios ausentistas que no osan volver a organizar sus fincas y optan por vender a menos precio.
La persecución sistemática desata una creciente resistencia liberal y comunista de base. Los hombres huyen al monte, consi­guen armas y primero se defienden para luego empezar a contra-ata­car a las bandas armadas conservadoras y a la policía. Las gue­rrillas liberales se organizan cada vez mejor y establecen coman­dos, como los de los llanos orientales y los de las zonas con tradición de lucha campesina, organizados por el Partido Comunis­ta, los cuales se dotan de un programa de reforma política y agraria y avanzan a nuevas regiones, donde hasta el momento se han desarrollado bandas armandas que se dedican al bandolerismo retaleatorio contra los conservadores, sin tener una visión política de la situación.
La situación empieza a cambiar cualitativamente con la extensión del movimiento campesino en armas. El ejército interviene de manera creciente, porque las fuerzas paramilitares de los conser­vadores y la policía no pueden manejar una situación insurreccio­nal de masas en amplias regiones del país. A partir de esta situación de avance del movimiento campesino, la actitud del ejército frente al gobierno de Laureano Gómez se vuelve ambigua y éste comienza a resquebrajarse.
Los proyectos políticos de Gómez incluyen una reforma a la Cons­titución de corte falangista y corporativo que no tiene capacidad de lograr hegemonía entre las clases dominantes y menos aún ser aceptada por ningún sector de masas, lo cual hace que sean recha­zados. Lo que preocupa verdaderamente al disgregado bloque de poder es el avance y la generalización de la situación insurrec­cional en el campo, situación que es alimentada por la política de guerra que viene implementando el gobierno contra la oposición y que en vez de liquidar la resistencia armada no hace más que multiplicarla.
La dirección liberal negocia con el sector ospinista del conser­vatismo, que se ha empezado a diferenciar del gobierno por su fracaso político y militar frente a la resistencia armada, y negocia con base en el poder militar que han desarrollado las bases campesinas y sus guerrillas, sin ningún apoyo firme de parte de esa dirección. Los ospinistas, a su vez, capitalizan la diferenciación política que se da entre los altos mandos del ejército, le retiran paulatinamente su apoyo al gobierno y le organizan el golpe militar del 13 de junio de 1953, bajo el mando del general Gustavo Rojas Pinilla. La dirección liberal entra a ejercer su influencia para desmovilizar y desarmar las guerri­llas, lo cual garantiza la política de suspender la guerra contra las masas liberales. El gobierno militar actúa bajo un programa de paz y amnistía y logra un apoyo inmediato dentro de las clases dominantes y dominadas.
Por un tiempo apreciable, el gobierno militar es manejado por el sector ospinista que ocupa los cargos más importantes del gabine­te, pero la crisis política ha vulnerado tanto las avenidas de representación dentro de la clase dominante, que Rojas se erige en un bonaparte del trópico, como ámbito de las clases en con­flicto y desarrolla un equilibrio basado en el apoyo de capas populares urbanas y de sectores terratenientes, lo cual le presta una gran autonomía frente a todos los sectores políticos de las clases dominantes.
Es así como el gobierno militar desarrolla un proyecto cesarista que entrará en contradicción con la mayor parte de las fracciones políticas del bloque de poder, el cual necesitará unificarse bajo un nuevo proyecto para derrocar al dictador. Lo que si es indu­dable que logra este gobierno es desmovilizar las regiones más insurreccionadas, en particular los llanos orientales, aunque no logra lo mismo en las zonas de influencia comunista, pero de todas maneras despeja el camino contra una posible revolución agraria y defiende en últimas los intereses de largo plazo de todos los grupos de poder.
De esta manera, la política del gobierno militar sienta todas las condiciones para constituir la unidad política perdida entre
las diversas fracciones de la clase dominante y para que una de ellas tenga la posibilidad de ejercer su hegemonía en el futuro. Cumple entonces el gobierno de Rojas el papel clásico de los regímenes de carácter bonapartista de erigirse en forma absoluta durante períodos de aguda crisis política y social y de ascenso del movimiento popular, para restaurar las antiguas relaciones de dominación política.
El movimiento campesino en armas es así desmovilizado, por un lado, cuando todavía no ha encontrado una dirección nacional y no ha perfeccionado un programa político y económico y mermado, por otro lado, porque los líderes más prominentes que han surgido de la lucha son asesinados en tiempos de paz. Las zonas comunistas serán atacadas más adelante por el ejército, entre 1964 y 1966, pero no podrán ser aplastadas ni política ni militarmente y de allí surgirán las FARC que hasta hoy se mantienen activas.
Las zonas de violencia entran a ser reorganizadas por el gobierno militar y por las administraciones bipartidistas que le siguen: se trasladan núcleos enteros de población de uno u otro color político para aislarlos de la contienda partidista, se otorgan créditos en las regiones más devastadas, se declaran inválidas las transacciones de tierras hechas durante la guerra para que puedan ser demandadas y si acaso restituidas a sus poseedores originales, se abren nuevas zonas de colonización vigiladas por el ejército y se trata infructuosamente de atender a los cientos de miles de damnificados que han llegado a las ciudades huyendo de la guerra. Todo esto es muy poco para las profundas heridas que ha legado la violencia sobre el cuerpo social de la Nación y en particular para compensarlas.
Si bien el movimiento campesino ha sido debilitado en términos militares y políticos no es tampoco aplastado y sigue desarro­llando actos de resistencia que están en la base de la política de reforma agraria que desarrolla más adelante el Frente Nacional para neutralizar en alguna medida las razones del conflicto social.
Existe la interpretación en Colombia de que la violencia es un proceso de restauración feudal y que, en consecuencia, frena el desarrollo del capitalismo a nivel nacional. Sin embargo, aún en el plano de los proyectos políticos más reaccionarios, se trata de promover el desarrollo de la acumulación, manteniendo los derechos de propiedad de los terratenientes; en el plano social, la violencia no puede restaurar todo un sistema político y so­cial, de sujeción de hombre y tierras que había sido vulnerado en sus cimientos por el movimiento campesino y por el desarrollo mismo del capital desde principios de siglo. En vez de contri­buir a reafirmar el viejo sistema de producción la violencia hace exactamente lo contrario: destruye los vínculos de dependencia personal de los arrendatarios con los terratenientes y hace que los mecanismos extraeconómicos se tornen inoperantes en la mayor parte de las regiones afectadas por la guerra después de que ésta culmina. El inmenso desajuste social, político, ideológico y de localización misma de la población termina por vulnerar las bases del viejo régimen de producción, lo cual también aplica a amplios sectores de la economía campesina que se ven sacudidos por el conflicto.
Los vínculos de la propiedad territorial también sufren profundas modificaciones como consecuencia de la guerra. La tierra será mucho más móvil ahora, tanto en zonas de gran como pequeña pro­piedad, que antes de que todo ese mundo que funcionaba bajo el lento ritmo de la renta arrancada al pequeño arrendatario o por la reproducción de la unidad parcelaria se viniera estruendosa­mente abajo en las llamas de la guerra partidista. Existen múltiples evidencias de que los valores territoriales tuvieron una apreciable baja durante la guerra, lo cual favoreció al empresariado agrícola que venía surgiendo de entre pájaros, mayordomos y agresivos empresarios que sacaron el máximo provecho del gran desajuste social. Terratenientes de bando equivocado en determinadas regiones optaron por vender a los violentos kulaks o arrendar a la emergente burguesía agraria, debilitándose los viejos sistemas de explotación ausentista.
Pero es más, la movilidad de los hombres se hace excesiva después de la violencia, no sólo por los cientos de miles de emigrados sin medios de vida ni producción, sino porque la acumulación dentro de la misma economía campesina, sobre todo la cafetera, concentrada durante la violencia, aumenta la diferenciación de clases y el número de obreros. La economía campesina a partir de este momento se transforma más claramente en una máquina expulso­ra de población, lo cual se agudiza con la competencia que impone la agricultura comercial sobre los cultivos parcelarios, contri­buyendo no tanto a la diferenciación de las clases entre el campesinado, sino a la pauperización de los productores de lade­ra.
El exceso de hombres que se empieza a manifestar entonces conduce a una baja de los salarios reales urbanos y rurales. El exceso de brazos es especialmente notable durante los años 50 en el Valle del Cauca y en la región de Armero, en el departamento del Tolima, que reciben miles de migrantes que entrarán a ser los brazos baratos con que se nutre el vigoroso desarrollo del capi­tal que empiezan a vivir esas dos regiones.
El mismo desarrollo capitalista ya había dislocado todas las variables demográficas y por un tiempo se expresaría en un aumen­to significativo de la población, resultado de una reducción de la morbilidad infantil y de un aumento de la esperanza de vida. La medicina y las nuevas drogas se venían generalizando entre la población, más como resultado de la expansión del mercado que por acción del gobierno, aunque después también mejorarían los servi­cios públicos de salud.
El dislocamiento poblacional anterior, sin embargo, se acentuaba por la violencia y se hizo más evidente en los años cincuenta y se toma conciencia, particularmente durante el gobierno de Alber­to Lleras Camargo (1958-1962), de que existe una inmensa pobla­ción sobrante que se concentra en grandes anillos tuguriales alrededor de las principales ciudades del país y que eventualmen­te serán criaderos masivos de delincuencia. Pero aún antes de esta toma de conciencia, no era nada evidente de que sobrara población: recuérdese que sólo 30 años antes se había dado una gran escasez de mano de obra asalariada.
Aparecen hacia el final de la década del cincuenta corrientes neomalthusianas que le adjudican el desempleo y la miseria a perversas tendencias reproductoras de la población y se estable­cen en forma privada, pero apoyadas por el gobierno, programas de control natal que serán bienvenidos por la mayor parte de la ciudadanía, a pesar de una cerrada oposición de la Iglesia católica y de algunos maoístas. El programa es tan exitoso que contribuye a que la tasa de natalidad se reduzca del 3.3% anual en los sesentas, al 1.8% en los ochentas. Se puede hablar quizás de un "milagro demográfico", pero es más bien el resultado natu­ral de un proceso demasiado rápido de modernización y adaptación de la familia a las nuevas condiciones propiciadas por el capita­lismo: la mujer entra al mercado de trabajo, se independiza y exige controlar su cuerpo, la necesidad de familias más pequeñas, el descubrimiento de la libertad sexual y los cuidados que exige y la responsabilidad frente a los hijos.
La vía del desarrollo terrateniente expresa de esta manera sus contradicciones en la misma conformación urbana que exhibe un monstruoso mercado de trabajo, en el que sobran entre el 25 y el 35% de sus aspirantes. Por otra parte, el monopolio territorial no permite que la economía campesina se expanda y por el contra­rio la hace expulsar sus efectivos poblacionales. Todos estos problemas, estancamiento productivo, creciente superpoblación que aparenta ser absoluta frente a la débil acumulación e inestabili­dad política que le produce la insurgencia de los desocupados y el ascenso de las luchas obreras son las contradicciones que minan la marcha del endeble sistema capitalista en Colombia, que poco ha resuelto su agudo problema agrario durante los años 60.

 
4. El reformismo de nuevo

A. Las políticas agrarias

 
Si la etapa de reforma que se cierra en 1936 estaba dirigida a ajustar las relaciones de trabajo y de propiedad en el campo, frente al avance del capitalismo y a responder las demandas del movimiento campesino, el reformismo que se inicia en 1961 preten­de más solventar los problemas legados por la guerra en el campo que asegurar condiciones de desarrollo capitalista, que de todas maneras ya estaban dadas. Los cientos de miles de emigrados y de transacciones forzadas de tierras, los cambios profundos en las estructuras políticas locales, la posibilidad de que las zonas comunistas, autorrestringidas por una política de defensa y no de expansión, se multiplicaron y profundizarán el enfrentamiento clasista en el campo; en fin, toda una paz social perdida por tanto tiempo, hacen urgente hacer concesiones al campesinado.
Esta realidad está en la base del programa social y económico del Frente Nacional que, a la vez que establecer un monopolio políti­co del liberalismo y del conservatismo, plantea la necesidad de "una reforma de la estructura de la propiedad en el campo", acom­pañado de una política de relativa libertad sindical legalización del partido comunista, imperio del régimen constitucional, que será la excepción frente al estado de excepción con que se gober­nará durante todos los gobiernos del Frente Nacional. Sin embar­go, el bipartidismo continúa siendo un régimen con escasa base política y no puede operar sino por encima de sus propias reglas de juego democrático, es decir, por medio del estado de sitio permanente.
El plebiscito de 1958 consulta al electorado en relación con la paz social -todos quieren obviamente la paz- pero lo hace al aprobar al mismo tiempo un férreo sistema de alternación presi­dencial entre los dos partidos históricos con unas reglas de "paridad política" en el aparato de Estado, que excluye cualquier posibilidad de que la ciudadanía revoque su mandato o castigue el mal gobierno optando por una agrupación política distinta. De esta manera, el pacto aludido corrobora el hecho de que la guerra ha sido ganada por los conservadores, especialmente por la manera como han sido desmovilizadas las guerrillas liberales. Con menos del 40% de la votación popular, los conservadores tienen "dere­cho" a dos períodos presidenciales que suman 8 años de 1958-1974 y a la mitad de la fronda burocrática del gobierno a todos sus niveles. La violencia y la manera como se transa con el movi­miento insurreccional, da la medida del peculiar régimen político vigente en el país: al lado del monopolio bipartidista y la desproporcionada representación conservadora, se dan las liberta­des públicas básicas, recortadas por el régimen cuasi- permanente de excepción. La violencia se convierte en tema tabú para el país frentenacio­nalista. Las responsabilidades políticas por el genocidio son perdonadas y olvidadas. Connotados dirigentes de la represión figurarán en ministerios, gobernaciones y alcaldías. Algunos pueblos tradi­cionalmente liberales pasan a convertirse en fortines conservado­res. Cuando en 1963 se publica el estudio  La Violencia en Colom­bia, del padre Germán Guzmán, Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña Luna, el libro será recogido de las librerías durante algunos días pero resulta difícil justificarlo y sale a la luz pública causando gran impacto. Todavía en 1977, cuando se pasa por la televisión la novela sobre la violencia de Gabriel García Már­quez, La Mala Hora, el Partido Conservador y los mandos militares no ahorran recursos para impedir su difusión masiva, pero sale al aire y conmueve sobre todo al público que alcanzó a vivir la experiencia, sorprendiendo también a la juventud que poco ha sido informada sobre la guerra civil.
La coyuntura internacional de los años 60 hace aún más apremiante el reformismo agrario. Tanto la administración Kennedy como las clases dominantes nacionales, comprenden que la revolución cubana muestra con claridad que los problemas del campesinado y los que acarrea la dominación imperialista pueden ser resueltos con la instauración del socialismo. Los planes de ayuda norteamericanos adquieren un cariz reformista y la Alianza para el Progreso emerge como alternativa de la vía cubana que de todas maneras ha electrizado al continente, sobre todo a la juventud, y lo seguirá haciendo en los años que siguen. El programa bipartidista de reforma agraria, acordado en 1957, dentro de los pactos que dan cuerpo al Frente Nacional, recibe gran apoyo norteamericano. Esta confluencia de hechos e intereses nacionales e internaciona­les hará de Colombia la vitrina de la alianza, pues tiene aproba­do legislativamente su estatuto de reforma agraria en 1961, un año después de la conferencia de Punta del Este, la cual traza la estrategia reformista en el continente.
La reforma agraria colombiana hace bien poco por impulsar la vía democrática de desarrollo capitalista en el campo. La alianza de clases que diseña y aprueba la reforma excluye cualquier repre­sentación del campesinado. Tal bloque está compuesto por secto­res modernos como financistas cafeteros, industriales y algunos sectores empresariales del campo. Se oponen a la reforma los representantes más recalcitrantes de la renta territorial, como son algunas fracciones del Partido Conservador (en particular Alvaro Gómez Hurtado, hijo del expresidente Laureano Gómez) y la Anapo, todavía no conformada como movimiento que sigue a Rojas Pinilla y que se desarrollará ampliamente durante los años 60, pero que incluye este tipo de sectores.
La reforma es justificada en el plano ideológico como cura a los problemas de estancamiento industrial que plagan al país desde 1957; se habla de una insuficiencia del mercado interno y de fallas "estructurales" de la agricultura problemas ambos que pueden ser resueltos favorablemente con la redistribución de la propiedad agraria y la creación de una importante clase media rural, lo cual a su vez sentará bases firmes para una verdadera democracia parlamentaria en Colombia.
Los términos para la reforma son moderados para los terratenien­tes aunque no deja de molestarlos. La expropiación requiere de largos trámites e indemniza en base a avalúos generosos, pero utiliza un sistema de pago no muy líquido que proteje poco a los afectados de la inflación que por estos años ronda en niveles bastante altos. Los verdaderos términos de la reforma están dados por el hecho de que se necesitarán varias decenas de veces el presupuesto nacional para adquirir las 13 millones de hectáreas que monopolizaban unos 8.000 individuos en 1970, según censo agropecuario de ese año. El censo mostraba además de que había 1.000 explotaciones de más de 2.000 hectáreas de extensión que ocupaban el 25% del área agropecuaria del país, en tanto que los campesinos con menos de 10 hectáreas tenían sólo el 7.5% del mismo área en uso.
El nuevo estatuto establecía que la tierra debía ser catalogada como "inadecuadamente explotada" para poder ser expropiada. Fuera de la largueza conque se podía juzgar lo adecuado o no en la explotación de una determinada hacienda, la ley hacia difícil intervenir al Instituto de Reforma Agraria (Incora), doquiera que el capital había organizado la producción agrícola. Evidentemen­te, el Incora no intervino ninguna región de agricultura comer­cial y una vez que lo intentó en la región de Jamundí, en el Valle del Cauca, la oposición fue tan irascible que la medida fue suspendida sobre la mayor parte de las tierras que iban a ser afectadas.
La política de titulación de baldíos del Incora fue un poco diferente a la de expropiación, porque la presión sobre la fron­tera agrícola aumentó considerablemente con los emigrados de la guerra. La reversión al Estado de las tierras en propiedad pero no habilitadas, entró a operar ahora con mayor plenitud que en los intentos reformistas pasados. Los grandes propietarios pretendían menos ahora que antes la posesión de regiones no civilizadas, aunque no dejaban de presentarse conflictos en la medida en que tales regiones empezaban a ser integradas al merca­do nacional. La nueva situación política lleva incluso a muchos terratenientes a afirmar que es mejor abrir la colonización que hacer reforma agraria y exageran las bondades de la selva y la cantidad de tierras disponibles.
La titulación de colonos será entonces el único campo en el que el Incora tendrá un efecto importante, con cerca de 4 millones de hectáreas tituladas entre 1963 y 1977; sin embargo, tales títulos no serán garantía para resistir las bandas armadas de los terra­tenientes o a los mismos detectives rurales, cuando las zonas de frontera tengan posibilidad de valorizarse o cuando las reses de los grandes propietarios requieran del espacio vital de los colonos. Los campesinos de estas regiones responden a estas presiones prestándole apoyo a los grupos guerrilleros que se forman precisamente en zonas de frontera o se organizan política­mente para defender sus derechos.
Cuando tal situación de ausencia del Estado facilita el desarro­llo de cultivos de marihuana y coca y de establecimiento de labo­ratorios de cocaína, el conflicto en las zonas de colonización estallará en varias direcciones: asociación entre guerrilla y traficantes y la imposición de tributos como el gramaje que implica corrupción cierta para el purismo ideológico de los movimientos político-militares, organización de paramilitares que trabajarán a veces con el ejército en la liquidación de las bases sociales de la guerrilla o en la física liquidación de los cua­dros políticos de la Unión Patriótica entre 1987 y 1990; por último, ataques de la fuerza pública contra laboratorios y plan­tíos que daña a una numerosa población comprometida en una de las pocas actividades cuya renta cubre los costos de transporte.
Por fuera de las áreas de colonización, el Incora no llega a afectar 200.000 hectáreas en todo su período de vida en la forma de expropiación. De las 13 millones de hectáreas monopolizadas por los más grandes latifundistas eso constituye sólo el 1.5%. En algunos casos los pagos se hicieron con tan relativa liquidez que se torna en buen negocio ser "incorado"; de esta manera, un peculiar intermediario de tierras costeño, apodado el "gallino", se especializa en este tipo de operaciones y termina con múltiples procesos en su contra o más bien en su favor, descubriéndose que fomentó varias inva­siones de campesinos a sus predios para precipitar la interven­ción del Incora.

 
B. El agotamiento del reformismo

 
El Incora empieza a funcionar en 1963. Existe por un tiempo una gran expectativa dentro de los grandes propietarios por ver su alcance, pero en la medida en la que se desarrolla su política comprenden que van a ser afectados sólo ligeramente por la refor­ma. La amenaza legal siempre tiene algún peso y hay propietarios que habilitan tierras para escapar a la posibilidad de que estas sean juzgadas inadecuadamente explotadas; otros dividen sus propiedades entre familiares y el resto arrienda a la burguesía agraria bajo formas subrepticias de compañías limitadas, puesto que cualquier arrendatario, pequeño o grande, tiene a su favor el estatuto legal de 1961 y puede demandar propiedad sobre tierras que haya mejorado.
Ciertamente, las estadísticas sobre producción y área sembrada bajo cultivos comerciales muestran poco, un presunto efecto que pueda tener la reforma agraria sobre la inversión agrícola. La tasa de crecimiento de los cultivos comerciales es de alrededor del 12% anual. El país deja de importar algodón en 1960 y en 1965 está colocando excedentes en el mercado mundial. Los culti­vos de soya y sorgo se inician durante este decenio y tienen un crecimiento vertiginoso. El arroz entra a ser dominado por la gran agricultura comercial y abastece adecuadamente las necesidades internas, con una relación de precios bastante favorable a los consumidores. La misma ganadería aumenta también sus colocaciones en el mercado y no se nota durante estos años ninguna tendencia a un sacrificio excesivo de vientres de cría, el cual es el indicador principal de la inversión ganadera.
En la etapa que se abre a partir de 1955 a 1970, los términos de intercambio entre campo y ciudad muestran una gran estabilidad relativa y ya no se aprecia la ventaja abrumadora que solían tener los agricultores y los ganaderos en relación con el resto de precios. Esta nueva tendencia se explica de varias formas: la acumulación industrial va lenta durante la mayor parte del perío­do y en consecuencia la demanda agregada por subsistencias y materias primas no es tan dinámica como antes, a lo cual se agregan altas tasas de devaluación que encarecen sus insumos importados y hacen que sus precios sean ascendentes, al mismo tiempo que se desarrolla vigorosamente la gran agricultura comer­cial, elevando el nivel de abastecimientos, lo cual hace que sus precios bajen frente al resto de precios; se compensa lo anterior con aumentos importantes de la productividad del trabajo y de la tierra que hacen rebajar su nivel de costos unitarios. Los cultivos de tipo tradicional y mixto (donde existen explotaciones parcelarias y comerciales) muestran, por el contrario, poco crecimiento y la relación de precios los favorece ampliamente, a pesar de que las variaciones de esos precios sean particularmente agudas, conformando una situación inestable para el desarrollo de la inversión. En todo caso, los efectos de la reforma agraria parecen favorecer el desarrollo de la gran agricultura comercial.
Bajo el mandato del conservador Guillermo León Valencia (1962-1966) la reforma agraria no acaba de despegar. Las acciones del Incora se concentran en las regiones que sufrieron una mayor violencia política, pero su cobertura es estrecha y atiende sólo los casos de campesinos organizados, pues los demás se encuentran dispersos en zonas de colonización o refugiados en las ciudades y no tienen suficientes garantías para retomar al campo y recupe­rar sus propiedades. En muchas regiones se ha formado una capa de terratenientes nuevos con la violencia como el mestizo Mon­tiel, el comerciante Don Sabas y el alcalde del pueblo paradigmático de Colombia, donde Gabriel García Márquez hace transcurrir la trama de su novela La Mala Hora. Muy pocos de ellos se ven obligados a devolver las tierras que robaron o adquirieron por muy poco dinero durante la guerra, aunque algunos tengan que ceder parte para legalizar el resto bajo la supervisión del Incora.
Las regiones mejor organizadas política y militarmente, como varios municipios de la región del Sumapaz, el Pato, Guayabero en el Huila, y Marquetalia y otros más, todos relativamente margina­les a la economía nacional, son difamados por la prensa como "Repúblicas Independientes", y contra ellas el ejército lanza varias campañas de cerco y aniquilamiento; son bombardeadas en varias ocasiones y se utiliza el napalm, todo para poder restaurar el poder de los grandes propietarios territoriales y el de "la Nación" sobre este tipo de regiones.
Durante esta etapa se desarrollan nuevas organizaciones guerri­lleras que se desprenden del Partido Comunista y del movimiento estudiantil. La escisión maoísta del PCC conforma el Ejército Popular de Liberación, EPL, como brazo armado del PCC, que opera en la región del alto Sinú, acercándose a la frontera panameña, en una zona de colonización que a la vez es región ganadera latifundista. Del movimiento estudiantil y orientado por el castrismo surge el Ejército de Liberación Nacional, ELN, que actúa en la región también recientemente colonizada del Carare, en el departamento de Santander y en el Magdalena medio y que recoge cierto apoyo del campesinado. En los setentas surge el Movimiento 19 de Abril de la Juventud de la Anapo, M-19, para conmemorar la imposibilidad de la vía electoral puesto que aducen que su victoria en las elecciones presidenciales de 1970 les fue arrebatada por medio del fraude bipartidista. Estos logran más apoyo urbano que rural.
La radicalidad del movimiento guerrillero recoge reivindicaciones reprimidas del campesinado y es respondida por el gobierno con una combinación de acción militar para las zonas donde operan directamente los grupos alzados en armas, apoyada además en campañas "cívico militares" que pretenden ganarse políticamente a la población por medio de campañas de sanidad, higiene y reparto de alimentos y, por otra parte, con la intensificación del refor­mismo en el resto del país.
Durante la administración Lleras Restrepo (1966-1970), la reforma agraria recibe un nuevo impulso en dos sentidos: se organiza, por una parte, un movimiento campesino oficial, la Asociación Nacio­nal de Usuarios Campesinos ANUC, que tiene como fin agilizar y multiplicar los servicios del Estado en materia de reforma agra­ria, a la vez que servir como grupo de presión, sobre todo, como eventual ejército electoral del liberalismo; por otra parte, se pasa una nueva ley que establece la afectación automática por el Incora de predios explotados bajo relaciones precapitalistas, como las agregaturas y aparcerías, con la obligatoria inscripción de los pequeños arrendatarios en las alcaldías de cada municipio y vereda del país. Mientras el gobierno "izquierdiza" al Incora, la ANUC, se politiza, pero no de acuerdo con los intereses del liberalismo, sino levantando las reivindicaciones que surgen de los siglos de opresión política y expropiación económica: reforma agraria ya, la tierra para el que trabaja, tierras sin patronos, expropiación sin indemnización, eliminación de intermediarios y usureros son las consignas que se riegan como pólvora a todo lo largo y ancho del país.
La ley de arrendatarios y aparceros, mientras tanto, opera más en el sentido de volver a precaver a los terratenientes para que lancen a sus dependientes, que para adjudicar a todos los fundos que detentan precariamente. De acuerdo con las estadísticas oficiales, entre 1968 y 1975, se inscriben 76.000 pequeños arren­datarios dentro de un área de 545.000 hectáreas en las alcaldías. Sin embargo, el balance final de otorgamiento de los fundos antes arrendados en propiedad, sólo alcanza a 2.400 campesinos o sea menos del 2% de lo que figuraban como pequeños arrendatarios en el Censo Agropecuario de 1970.
En 1971, bajo el gobierno del conservador Misael Pastrana Borre­ro, la ANUC hace un primer congreso y se dota de un programa democrático que recibirá el nombre de "Primer Mandato Campesino", donde se configuran los siguientes puntos como objetivos princi­pales del movimiento: eliminación del monopolio sobre la tierra y liquidación de la propiedad latifundista, prohibición y liquida­ción de los sistemas aberrantes de arrendamiento, aparcería, parambería, agregados, vivientes y similares, entrega de la tierra gratuita y rápidamente a los que la trabajan o quieran trabajarla, establecimiento de un régimen de grandes unidades cooperativas de autogestión campesina y protección al pequeño y mediano propietario que explota directamente su predio.
El movimiento campesino dotado de un programa y una dirección se multiplica en todas la regiones del país. Para comienzos de 1972, la ANUC se lanza a una coordinada acción de invasiones a escala nacional que alcanzan más de 2.000, aunque no tiene sufi­ciente fuerza para consolidar muchas de ellas porque no hay fuer­zas políticas urbanas importantes, en particular un desarrollado movimiento obrero, que los apoye decisivamente. Aún así, después de esta oleada y otras que le siguen en años más recientes, el campesinado logra conquistar casi tanto como las 200.000 hectáreas que no acaba de otorgar el Incora durante más de 14 años de existencia.
La movilización campesina de 1972 polariza al país. Las clases dominantes se unifican para condenar las aspiraciones por la tierra y acuerdan una suspensión inmediata de la política reformista. En una pequeña población del departamento del Tolima, llamada Chico­ral, se dan cita los representantes del capital y la renta del suelo, los partidos tradicionales y los Ministros del Despacho para acordar los lineamientos básicos de una nueva política agraria, que se condensa en el abandono de toda pretensión di­stributiva de la gran propiedad territorial. Este acuerdo se le conoce como el "Pacto de Chicoral". Los terratenientes se com­prometen por su parte a pagar impuestos al Estado -han sido tradicionalmente los evasores más recalcitrantes del fisco- lo cual se plasmará en la renta presuntiva introducida en la Reforma Tributaria de 1974 bajo la administración López Michelsen; los grandes propietarios reciben a cambio la garantía de no expropia­ción o pagos prácticamente de contado en el remoto caso de ser intervenidos por el Incora; se les ofrece además el reforzamiento del aparato de crédito por medio del Fondo Financiero Agropecua­rio. Estos acuerdos programáticos se concretan en las Leyes 4ª y 5ª de 1973.
La ANUC es debilitada progresivamente por la represión y por el paralelismo de una segunda ANUC más moderada y apoyada por el gobierno. La organización intenta defenderse a partir del Con­greso que se hace en Sincelejo en 1974, pero sólo empieza a recu­perarse en 1977, cuando logra reunir su IV Congreso en la pobla­ción de Tomala en el departamento de Sucre, cerca de uno de los baluartes campesinos, tierras ocupadas victoriosamente por el movimiento en años pasados. En este último congreso, la ANUC se plantea más moderadamente como un camino hacia la conformación de un partido campesino, se apresta a dejar su tradicional política abstencionista en las contiendas electorales y se hace a una plataforma nacionalista de reforma. En los años subsiguientes la organización se debilita progresivamente.
En el campo del liberalismo, el candidato López Michelsen enarbo­la un programa agrario desde 1973 que expresa que los tiempos de reforma están enterrados indefinidamente para las clases dominan­tes colombianas. Como candidato derrota a Lleras Restrepo en la Convención Liberal de ese mismo año, precisamente sobre la base del agotamiento y fracaso de la política reformista del segundo.
La nueva orientación en materia agraria se expresa en el programa de gobierno que ha sido elegido por una abrumadora votación de 3 millones de votos, con el plan de Desarrollo Rural Integrado (DRI) que reemplaza la reforma social agraria. El nuevo programa se pone en ejecución con retardo en zonas de economía parcelaria, y tiende a favorecer al campesinado rico y medio, pues sólo se otorgan créditos a propiedades mayores de 3 hectáreas y que puedan responder financieramente por los préstamos, con tecnolo­gía adaptada a las condiciones sociales de este tipo de explota­ción, sumado a organización cooperativa para el mercadeo y complementado con planes de vías, salud, educación, etcétera.
Esta nueva orientación que sigue muy de cerca el pacto de Chico­ral se expresa también por la iniciativa del gobierno de López de proponer y hacer aprobar por el Congreso en 1975 la Ley 6ª o de aparcería que hace esfumar por último la presión reformista para que los terratenientes más atrasados, que oprimen todavía al campesinado por medio de rentas precapitalistas, se deshicieran de los vínculos de sujeción extraeconómica. Según el Censo Agropecuario de 1970 había todavía 152.500 explo­taciones de tal tipo, menores de 20 hectáreas, que ocupaban unas 612.000 hectáreas, lo cual equivale a una sexta parte de las explotaciones existentes en el campo colombiano y a un 2% del área agropecuaria. La nueva ley garantiza que los terratenientes que así gusten pueden continuar explotando a sus arrendatarios, sin riesgo de que los fundos que estos ocupan puedan ser declara­dos de su propiedad. La nueva ley elimina, de paso, el matiz de ambigüedad anotado atrás, que abría la posibilidad de que un gran arrendatario capitalista demandara al terrateniente por las mejoras introducidas en el lote arrendado y que había dificultado en cierta medida la expansión del gran arriendo moderno. Se permite incluso que las grandes haciendas hagan uso de las apar­cerías para proteger sus ganados del abigeato, por medio de familias campesinas, cuyo papel principal es la de servir de "guachimanes", es decir vigilantes y no de tributar rentas obso­letas a los grandes ganaderos.
Retorna de esta manera a su marca el péndulo histórico del refor­mismo, caracterizado por fases relativamente cortas y vacilantes de hacer concesiones a los campesinos, seguida por períodos extensos de políticas represivas y de incentivos tributarios y crediticios para impulsar la modernización de la gran propiedad o para agilizar su arriendo por parte de la burguesía agraria.

 
C. Desarrollo agrario y mercado mundial

 
El avance de la agricultura comercial ha sido sustancial en los últimos 40 años. Si en 1950 había unas 270.000 hectáreas sembra­das industrialmente, en 1990 hay más de 3.5 millones de hectáreas cultivadas con base en el sistema de fábrica, contra unos 5.0 millones de hectáreas de superficie agrícola disponible. Esto hace que aproximadamente el 70% de la producción agrícola del país en la actualidad en términos de valor sea generada bajo relaciones modernas de trabajo.
Los cambios operados como resultado de la industrialización de la producción agrícola y la tecnología disponible por la denominada "revolución verde", además del uso de la maquinaria pesada y de agroquímicos, transformaron la productividad agrícola hasta el punto de hacer posible aumentar las ganancias de los empresarios agrícolas, incrementar las rentas de los terratenientes y aún permitir un margen para una ligera baja en los precios de los cultivos comerciales. Los conflictos tradicionales entre burgue­sía industrial y agraria, y entre estas y los terratenientes, fueron aminorados durante un período sustancial de tiempo, porque sus respectivos ingresos tendían al aumento como resultado de la anotada estructura de precios y rentas de la producción agrícola.
Sin  embargo, durante el período 1970-1975 los desequilibrios del mercado mundial trasformaron todas estas relaciones: los terrate­nientes y los empresarios agrarios se beneficiaron a costa de una parte considerable del fondo de salarios y una parte de las ganancias de la burguesía industrial, en particular de la frac­ción de ella que trabaja para el mercado interno. La bonanza cafetera iniciada en 1976, más los auges de las exportaciones de droga, contribuyeron a acelerar la acumulación de capital y de nuevo los precios agrícolas lideraron la inflación. La recesión de los ochenta desinfló a la economía toda y los precios agríco­las se derrumbaron más que el resto. La recuperación posterior, entre 1986 y 1990, vio de nuevo un auge inflacionario, ahora sin precedentes, alimentado en parte por las exportaciones agropecua­rias a los países fronterizos.
La ganadería por su parte, monopoliza unas 23 millones de hectáreas, pero abandona las regiones más fértiles como el valle del Cauca, el del Cesar, regiones del Tolima, Cundinamarca, Caquetá, etcétera, para entregarlas al arriendo de los empresarios del campo. Existe cierta racionalidad mínima en el empleo de las tierras por los ganaderos que utilizan las regiones con buen régimen de aguas para la ceba de los animales, las más salubres para la producción lechera que es intensiva en su manejo y el resto como recintos de cría y levante, donde se mantiene un ganado flaco por demasiado tiempo antes de que sea conducido a la ceba y de allí al degüello.
En todo caso, la productividad ganadera deja mucho que desear y evoluciona con extrema lentitud: extrae comercialmente sólo entre un 12 y un 15% del hato, cuando la extracción puede llegar a un 30%, las condiciones de sanidad son precarias, la natalidad es baja y muy alta la mortalidad. Todas estas variables han mejora­do sustancialmente durante los años ochenta, según un trabajo de Luis Llorente, en el cual se aprecia una racionalización de los procesos combinados de producción de carne y leche, una rotación más rápida del ganado que se lleva al mercado más joven y gordo que antes y mejoras en las tasas de natalidad, por medio de la selección genética.
La realización del capital agrícola toma un curso combinado: la agricultura comercial se expande primero con base en el mercado interno, con fuertes dosis de financiación norteamericana, en especial para la adquisición de maquinaria en el exterior, para más adelante colocar su producción en forma creciente en el mercado mundial. Excluyendo el café de consideración, la agricultura vende un 2% de su producto en los mercados internaciona­les en 1960, pero cuadruplica esa proporción durante 1976. En la década que sigue esta relación se revierte: se pierden expor­taciones de algodón, se estancan las de azúcar y sólo mantienen su dinamismo las de flores y banano y las que tienen que ver con drogas. Con la ganadería ocurre algo similar pero en forma más precipitada y sin verdadera capacidad para generar excedentes de exportación: en 1968 no figuran exportaciones legales de ganado, pero en 1973 saca un 10% del degüello al exterior, lo cual se rebaja un tanto en los años que siguen por el cierre del mercado europeo, lo cual es algo afortunado para los consumidores nacio­nales que han visto comprimido considerablemente sus consumos en las fases exportadoras.
Sí hubo una política económica clara de parte del Estado colom­biano, fue precisamente la de crear todas las condiciones para que las exportaciones, tanto de la agricultura como de la indus­tria, crecieran aceleradamente. El consenso general parte de la apreciación que es imperativo salvar la crisis económica produci­da por el estrangulamiento del comercio exterior que vivió el país entre 1956 y 1969, y de que esta crisis no vuelva a repetir­se. En este sentido, los instrumentos de la devaluación y la promoción de exportaciones se desarrollan irregularmente hasta 1967, cuando es aprobado un estatuto completo de comercio exte­rior que establece una exención de impuestos a los exportadores de un 15% por peso exportado hasta 1975 y de un 12% hasta 1988 y muy reducidos en la economía abierta de hoy, y, además, de llevar a cabo una lenta y constante devaluación del numerario local y otorgar incentivos crediticios especiales y cuantiosos, que logran todos multiplicar la tasa de ganancias del capital expor­tador y hacen que afine su mira hacia los mercados internaciona­les.
Los productos que se exportan ya no son sólo café: incluyen otros productos agrícolas (algodón, azúcar, banano y flores, y oleagi­nosas), carbón y petróleo, manufacturas y semimanufacturas. En 1965 el café representaba un 75% del valor exportado mientras que en 1974, antes de que se produzca la bonanza cafetera, tal parti­cipación ha bajado un 40% y en 1990 es del 35%. En términos absolutos, las exportaciones totales durante el decenio de 1960 son del orden US$2.500 millones y unos US$6.000 millones para 1990.
Las exportaciones señaladas incluyen un sospechoso rubro de exportación de servicios que alcanza entre US$800 y US$1.500 millones anuales durante la década de los ochenta, y que incluye exportaciones de marihuana y coca, que como todas las exportacio­nes no tradicionales reciben los beneficios devaluatorios que brinda el gobierno a los exportadores. No se conoce exactamente el monto de la actividad en el cultivo de estas drogas. Cálculos muy aproximados sitúan el tráfico anual que se reintegra a la economía colombiana en la cercanía de los US$3.000 millones para 1990, lo cual ha traído muy complejos problemas con la emergencia de una fracción de la burguesía de extracción lumpenesca, muy violenta, que pretende ocupar el lugar que le corresponde dentro del conjunto de la clase dominante colombiana. Mientras los cultivos de marihuana ocupan un área considerable de la Sierra Nevada de Santa Marta, los de coca se extienden a regiones del sur del país como los departamentos de Nariño y Cauca, el Putuma­yo y el Caquetá; entre ambos, brindan ocupación a un número no despreciable de agricultores, transportistas, intermediarios, sicarios y cuellos blancos.
Una inclinación de las mafias ha sido la de adquirir tierras en grandes cantidades, que según algún articulista pueden llegar al millón de hectáreas, cifra que es apreciable sobre todo porque resultan ser de buena calidad o en regiones que estaban siendo disputadas por la guerrilla. En términos geopolíticos, los narco­traficantes estrecharon el área de influencia del EPL en Anti­oquia, Urabá y Córdoba y rompieron la continuidad de líneas de las FARC en el vasto territorio del Magdalena medio. La multi­plicación de la violencia en tales regiones, la generalización de masacres a campesinos o pobladores de pequeños municipios, se debe en buena medida a las organizaciones paramilitares financia­das con tales dineros. La estrategia política de los narcotrafi­cantes es enraizarse como grandes propietarios y revivir los momentos estelares de los señores de la tierra, buscando alianzas con
las derechas en las que militan muchos hacendados y algunas fuerzas del orden.
En las fases álgidas de las exportaciones agropecuarias ha decre­cido el abastecimiento interno de alimentos, por un lado y, por el otro, se han introducido elementos de inestabilidad en rela­ción con la inversión que tiene lugar en el campo. Las bajas de inversión causadas por las caídas internacionales de precios se ilustran con los casos del azúcar, el algodón y la carne de res que en cierto momento conducen, con un rezago, a un desabasteci­miento del mercado interno. Los más castigados por la situación del auge exportador y posterior derrumbe fueron los trabajadores pues el salario real promedio de la industria se comprimió en cerca de un 8% entre 1970 y 1977.
Las bonanzas, tanto cafeteras como ilegales, han propiciado situaciones negativas para el crecimiento económico y para frenar a las exportaciones no tradicionales. Al fenómeno se le conoce como "enfermedad holandesa", refiriéndose al caso de ese país que, al encontrar gas natural en sus costas, comenzó a exportar y a devengar una alta renta del recurso natural, la que financió importaciones excesivas y propició la revaluación de su moneda, de tal modo que Holanda se desindustrializó: su industria no podía competir contra las importaciones abaratadas por la cuan­tiosa renta de su recurso natural ni exportar en forma rentable sus manufacturas.
Colombia experimentó una revaluación del peso entre 1978 y 1982 debido a la afluencia de divisas propiciadas por la bonanza cafetera y por las exportaciones de drogas, la cual a su vez incidió en elevar considerablemente la inflación. Las importaciones se multiplica­ron y las exportaciones manufactureras y agrícolas se vieron reducidas, afectadas negativamente no sólo por la relación de precios contenida en una tasa de cambio revaluada, sino porque la economía internacional entró en recesión entre 1979 y 1984. Tanto la industria como la agricultura nacionales contrajeron su producción durante el período: la primera en un 3% entre 1981 y 1982 y la segunda en un 5%, para después recuperarse con lenti­tud. Se formó un gran déficit externo y en 1983 se estuvo al borde de una crisis cambiaria.
Tal situación de desequilibrio cambiario tuvo que ser corregida; a partir de 1983 se aplicó una política sistemática de devalua­ción que para 1990 había tornado el problema al revés: excesos de exportaciones e importaciones muy encarecidas y acumulación de presiones inflacionarias.
En balance, la década de los ochenta fue de un comportamiento aceptable para la agricultura, a pesar de que los primeros años de la década estuvieron marcados por la recesión anotada: el producto del sector se incrementó entre 1980 y 1989 a la tasa promedio del 2.7% anual, mientras que el crecimiento demográfico se mantenía por debajo del 2%. Se dio de esta manera un mejora­miento de la oferta general de alimentos, aunque en forma lenta y con bruscas oscilaciones. Tal crecimiento tuvo lugar en la segunda mitad de la década puesto que hasta 1986 hubo una contra­cción de la producción, seguida de una recuperación apreciable de allí en adelante, destacándose 1987 y 1989 como años de creci­miento extraordinario del PIB agropecuario: 6.4 y 4.9% respecti­vamente. Para 1990 se volvió a tener un crecimiento cercano al 5%.
La producción dirigida al mercado interno aumentó más aún si se considera que el café obtuvo un crecimiento negativo durante la década.  Sin embargo, en 1990 la producción cafetera aumentó un 16% y explica en buena medida el alto crecimiento del sector observado para el mismo año.
Hubo también una reducción de las importaciones de alimentos, particularmente de grasas y aceites (US$164 millones en 1981 y US$50 millones en 1989), sustituidos por la producción de aceite de palma, el cultivo estrella de la década, con un crecimiento promedio anual del 13.5%, pero también en cereales como el trigo, cuya producción nacional pasó de 46.000 tons en 1980 a 80.000 tons en 1989. Otros cultivos de crecimiento destacado fueron el sorgo (5.5% anual); el cacao (5.3%) y la papa (5.1%), mientras que el fríjol, el maíz y el banano rondaban un 2% anual de creci­miento. Decrecieron el ajonjolí (-4.0% anual); el tabaco
(-4.1%); la yuca (-3.6%); la cebada (-2.8%) y el algodón (-2%), este último azotado por condiciones internacionales adversas que detuvieron su exportación.
Como se anotó antes, las exportaciones no fueron tampoco un aliciente importante de la producción agrícola, con la excepción del banano, en el que Colombia se colocó como tercer productor mundial, con exportaciones registradas del orden de los US$230 millones anuales y de las flores con montos que también giran alrededor de la misma cifra. En algodón y azúcar hubo serios problemas de sobreproducción internacional en varias ocasiones que hicieron difícil mantener crecientes niveles de producción.
Las tradicionales políticas de protección al sector frente a la competencia internacional, reforzadas por la devaluación real que experimentó la moneda nacional a partir de 1983, y de precios de sustentación de 1987 en adelante que se incrementaron notablemen­te en forma expresa para favorecer la producción, contribuyeron posiblemente al crecimiento aludido durante el segundo lustro de la década, pero así mismo a que se dispararan sus precios, por comparación con los del resto de la economía. Los excedentes obtenidos durante 1989 en particular debieron ser absorbidos por el Idema en la forma de inventarios y exportaciones a pérdida que redujeron drásticamente sus reservas financieras.
Los términos de intercambio entre el campo y el resto de la economía mostraron durante la década un deterioro para el último que jalonaron los crecientes índices de 1987 en adelante y la alta inflación del 32.4% con que se remató la década. Según un informe de Fedesarrollo, "el incremento de precios relativos de los productos agropecuarios tuvo un papel decisivo en la acele­ración inflacionaria de todos los demás sectores durante el período analizado" (1985-1990).
Lo anterior significa que hemos progresado bastante pero no estamos lejos del problema con el que comenzamos esta historia: el campo no responde adecuadamente a las necesidades del desarro­llo económico y cada vez que hay excesos de demanda, ya sean externos o internos, contribuye a desajustar el nivel de precios, condenándonos a la inflación. El poder recurrir a las importaciones ocasionalmente y después de mucho forcejeo intergremial, ha contribuido a que cada vez que se aceleran la acumulación y la demanda sobre el sector, se obtengan índices de inflación cercanos al 30% anual.
La apertura de la economía es presentada como una panacea para obtener todos los productos a su más bajo precio posible, pues si la producción interna no compite con la internacional debe even­tualmente desaparecer. Tal ha sido la política de todos los gobiernos de 1974 en adelante, pero sólo en 1990 se alcanza a tener una eliminación de los sistemas de racionamiento de las importaciones y se tiene el compromiso de ir reduciendo los aranceles progresivamente, para dejarlos en un 15% en 1994 de un nivel del 50% en 1989 y de un 43% en 1990.
Sin embargo, y dado que los países avanzados, en particular el Japón y la Comunidad Europea, protegen exageradamente a sus respectivos agricultores, la política de apertura ha establecido salvaguardas especiales para la importación de productos agrope­cuarios que incluyen franjas de precios, compensación arancelaria frente a subsidios y controles antidumping. De todas maneras, la apertura para la agricultura puede significar una mayor especia­lización en productos de exportación, favorecidos por insumos importados más baratos que incidirán en costos de producción posiblemente menores, y un recurso a mayores importaciones para abastecer adecuadamente al mercado interno, de tal modo que, si funciona, veremos en el futuro unas oscilaciones de precios más influidas por el mercado mundial que por las condiciones internas de demanda, de tal modo que podríamos esperar una menor influen­cia de la agricultura en la inflación y ésta de menor intensidad.
Si el futuro económico del campo no aparece tan sombrío, el pano­rama político es un tanto más complejo: la desmovilización de varias organizaciones político-militares de izquierda, como el M-19, el EPL, el PRT y el Quintín Lame no han sido acompañadas por el desmonte de los grupos paramilitares, con algunas excep­ciones regionales, proceso que es muy oscuro porque éstos se refugian en el anonimato y las acciones soterradas. Al mismo tiempo, los dos grupos mayores, las FARC y el ELN, controlan amplias regiones del país de frontera y entran en un complejo proceso de negociación con el Gobierno. Un hecho esperanzador es que ambos grupos están presionados por dos hechos trascendenta­les: el derrumbe del socialismo internacional y el relativo éxito político de las organizaciones que se desmovilizaron y entraron a participar en la vida ciudadana nacional.

1 comentario:

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